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Bruce Springsteen, oficio y actitud

  • Resulta evidente que el Bruce Springsteen de 'Wrecking Ball', el disco que el próximo domingo vuelve a traerlo a Sevilla, no es el de 'Born to Run' o 'Nebraska', pero sus directos siguen siendo punto y aparte.

Ahora que en los ambientes melómanos se habla tanto de Todos te quieren cuando estás muerto, el divertido y revelador libro de entrevistas de Neil Strauss, publicado en España por Contraediciones, quizás resulte pertinente recordar un encuentro entre el incisivo periodista musical y Bruce Springsteen. A saber: se citan en los estudios de Sony en Manhattan, se largan pronto a un bar y, sin perder la compostura, terminan cocidos en cerveza y tequila antes de que el músico acabe firmando un autógrafo a un policía en su libreta de multas.

En el breve fragmento rescatado por Strauss para el volumen, Springsteen queda felizmente bosquejado como una estrella cercana, alguien que, “a diferencia de muchos músicos a los que he entrevistado”, mantiene “los pies en el suelo a pesar del éxito”.

El entrevistador, nada sospechoso de complacencia –basta leerlo para comprenderlo–, sucumbe al efecto Bruce y asume el credo del músico, quien le explica que, sin desdeñar los sueños de chicas y coches, se metió en esto por “formar parte de la vida de la gente” y con la esperanza de que ello pudiera resultar “de alguna utilidad”.

En resumen: no sabemos con certeza quién es Bruce Springsteen –por más que se acerquen, tampoco lo saben los miles de fieles devotos de la fe en el springstianismo, ésos capaces de recordar en qué concierto y a qué hora revisó el músico una canción que no tocaba desde hacía diez años–, pero (casi) todos reconocemos en esa misma estampa a uno de los contados iconos del rock capaces de reinar en el mainstream –el de verdad: ése que llena estadios en serie– sin perder la venia, o al menos la simpatía, de ese otro público, digamos, especializado.

¿Por qué? La pregunta del millón tiene presumible respuesta, otra vez, en el concierto que el músico norteamericano ofrecerá el próximo domingo en el Estadio de La Cartuja de Sevilla, punto de partida del tramo europeo en la gira de presentación –es un decir, una convención– del decimoséptimo álbum en estudio de su discografía, Wrecking Ball, publicado a comienzos del pasado mes de marzo.

¿El disco? Bueno, oiga: es Springsteen. Supera con creces la mera excusa que mantiene pertinentemente engrasado ese preciso y rentable engranaje de las macrogiras –antaño, de stadium-rock; hoy, por lo general, de stadium-show a secas–, pero queda al menos tan lejos de lo más imponente de su repertorio –digamos, aun a riesgo de acampar en lugar común, entre Greetings from Asbury Park, N. J. (1973) y Born in the U.S.A. (1984)– como lo estuvo en su día Working On A Dream, el todavía así notable álbum que lo trajo por primera vez a Sevilla, al mismo escenario, el 28 de julio de 2009.

¿Restó aquel detalle algún grado de intensidad o emoción a la cita? No. Fue un concierto memorable, una noche redonda construida sin artificios, con sudor –qué calor, ¿recuerda?–, repertorio y ese oficio de incondicional entrega que caracteriza tanto a Springsteen como a su E Street Band, extrañas entidades capaces de acelerar el tiempo y conseguir que tres horas, o más, pasen en un santiamén; que los estadios encojan por arte de magia y reduzcan sus dimensiones a las de un vetusto club de rock’n’roll.

Wrecking Ball juega la carta de un, más que comprensible, necesario enojo político y recluta con acierto para su mano sonoridades que el imaginario pop asocia con posturas de resistencia –salvo el meloso acercamiento al R&B en Rocky Ground, es el folk, la aureola de aquel Pete Seeger homenajeado en We Shall Overcome (2006)–, pero todo resulta a la postre tan formal, tan presumible –¿tan ajustado a la necesidad de satisfacer a enormes audiencias?–, que su onda expansiva apenas sacude la superficie de un terreno años atrás excavado a conciencia –la profundidad de The River (1980) o el páramo de Nebraska (1982), por ejemplo–.

El misterio de Springsteen no reside tanto pues en cómo perfilar y solventar directos hercúleos –con esa actitud de ganarse el sueldo que le paga el respetable, su repertorio y la compañía de Steve Van Zandt, Nils Lofgren, Roy Bittan, Charlie Giordano, Garry Tallent y Max Weinberg, la apuesta de partida es a caballo ganador–, sino en su facilidad para fascinar desde las tablas, pese a los tics reiterados noche tras noche, tanto a quien se sospecha conocedor del trasfondo del business como a quien no ha comprado un disco de rock en su santa vida.

Un dato innecesario para unos y otros, pero ineludible: la gira de Wrecking Ball, iniciada el pasado 19 de marzo en el Philips Arena de Atlanta (Georgia), y con parada en Europa hasta el 31 de julio –incluidos conciertos en Las Palmas (15 de mayo), Barcelona (17 y 18 del mismo mes), San Sebastián (2 de junio) y Madrid (17 de junio)– es la primera de Springsteen tras la muerte a mediados de junio de 2011 de Clarence Clemmons, el emblemático saxofonista de la E Street Band.

Su puesto lo ocupa ahora su sobrino, Jake Clemmons, pero su saxo aún suena en Wrecking Ball. El productor del álbum, Ron Aniello, rescató tomas en directo para insertarlo. Dicen que Springsteen, al escucharlo, lloró. Y eso también encaja con la genial intuición de Neil Strauss.

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