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Isabelle Faust | Crítica

Bach y los vencejos

Isabelle Faust en el Patio de los Arrayanes

Isabelle Faust en el Patio de los Arrayanes / Festival de Granada / Fermín Rodríguez

En una entrevista reciente la soprano María Hinojosa me decía, a propósito de una grabación que había hecho en una zona montañosa de Colombia, que los registros discográficos deberían preservar los ruidos de fondo, pues ellos forman parte también del hecho musical. No sé si muchos melómanos discófilos compartirán su punto de vista (sospecho que no), pero lo cierto es que la experiencia de la música en vivo no tiene que ver sólo con los sonidos que producen los intérpretes. No es necesario ponerse demasiado cageano para reconocer algo así. Lo que hace irrepetible un concierto es por supuesto la música que conscientemente se ha ido a escuchar, pero también lo que la envuelve. Un concierto se vive con todos los sentidos, y hay ocasiones en que eso se hace especialmente imperativo. ¿Para qué los marcos incomparables si no?

En los Arrayanes, por ejemplo, los conciertos hay que vivirlos con todos los sentidos bien aguzados. Si como el pasado martes, la hora de inicio se adelanta a las nueve de la noche, uno puede asistir fascinado al espectáculo de los vencejos en sus inverosímiles piruetas en torno a la torre, sus chillidos en perfecta armonía con lo que brotaba del Stradivarius de Isabelle Faust, contemplar hipnotizado la salida de los primeros murciélagos y aun mirar absorto la libélula rasando el agua del estanque. También hubo ruidos no tan armónicos, como las avionetas que ensuciaron los dos últimos movimientos de la BWV 1005 de Bach o el estornudo extemporáneo de un espectador cercano que me arruinó el sobrecogedor morendo en pianissimo y en el registro sobreagudo de …für den, der Heimlich lauschet… de Kurtág. La experiencia siempre es personal, y seguro que hubo alguien molesto por el canto de las aves y encantado con el ruido de los motores. Pero todo eso junto es lo que hace el concierto. Cuando lo recuerde en el futuro, también estarán los vencejos junto a Bach, la libélula al lado de Kurtág, el atardecer creciente, las avionetas y el estornudo de mi vecino de butaca.

Era día importante en el Festival, pues la alemana Isabelle Faust (Esslingen am Neckar, 1972) venía para ofrecer ese Bach que grabara hace una década y que ha llevado ya por medio mundo. Contemporáneas de las suites para violonchelo, las Sonatas y partitas para violín solo permitían a Bach un grado mayor de audacia, pues el violín, instrumento también melódico por naturaleza, había conocido ya un extraordinario desarrollo técnico y vivido en Centroeuropa una evolución hacia su concepción armónica (ahí quedan las obras de Biber, Walther, Westhoff o Pisendel para demostrarlo), lo que hizo que Bach se atreviera a escribir las sonatas que había eludido en el caso del cello. Y es que la sonata, en su tradicional forma da chiesa de naturaleza corelliana, exigía un segundo movimiento fugado, demasiado atrevido para un instrumento en ciernes y tan grande como el violonchelo, ideal para mostrar hasta dónde llegaba la concepción contrapuntística del compositor en el caso del violín. No es extraño que las seis obras, concebidas además unitariamente (lo que  no ocurrió en el caso de las suites violonchelísticas), sean consideradas hoy la Biblia del instrumento.

Y fueron dos sonatas las que ofreció Faust en los Arrayanes, dos sonatas con sus monumentales fugas (especialmente memorable la de la Sonata en do mayor), capaces de eclipsar con su abrumadora ciencia compositiva cualquier otra forma de expresión musical. Pero Bach no es sólo cálculo, proporción, geometría, sino emoción, y eso vino a explicar Faust con el sonido de su soberbio Stradivarius armado con cuerdas de tripa en el atardecer del martes. Su Bach es modélico en cuanto al respeto por lo escrito, pero no resulta en absoluto académico ni encorsetado. Contempla por ejemplo escrupulosamente la repetición de la sección B en los movimientos finales, que son formalmente binarios, y es rigurosa con las ligaduras y con la rítmica hasta incluso cierto grado de austeridad (por momentos, casi ascético), pero se permite un jugoso aparato ornamental no sólo en las repeticiones de esos movimientos binarios conclusivos que, sin llegar al paroxismo de las fugas, son también imitativos y conservan el espíritu danzable de las sonatas primitivas, sino igualmente en el Andante de BWV 1003, un movimiento escrito casi completo en exigentes dobles cuerdas.

Faust es muy comedida con el vibrato, al que recurre también como nota ornamental, pero no tiene empacho en alargar el fraseo en articulaciones muy ligadas allá donde lo pide la expresión, singularmente en los movimientos lentos, que respiran casi un aire romántico. Como la acústica de un espacio al aire libre no es uniforme en todas partes, esta vez me tocó un sitio desde el que me resulta complicado hacer un juicio sobre las dinámicas: el Stradivarius de Faust tiene carne, músculo, nervio, pero también límites, y las progresiones por debajo del mezzopiano eran difíciles de apreciar desde mi butaca.

Como Queyras el otro día, Faust recurrió a Kurtág para mostrar la huella que Bach ha dejado incluso en los compositores de nuestros días. Las miniaturas de Kurtág son sólo eso, miniaturas, por su duración, porque hay en su interior más música que en la cháchara interminable de tantas obras banales escritas en cualquier época y cualquier ambiente. Presentó siete ejemplos de esa colección abierta desde hace sesenta años que responde al título genérico de Signos, Juegos y Mensajes. De ellas, In nomine – all’ongherese es una pieza que llega casi a los cinco minutos, mientras las otras no pasan de los noventa segundos e incluso The Carenza Jig (quiso Faust terminar su paseo por Kurtág con esta espectral giga, como si de una suite se tratara) apenas roza los cuarenta. Conjuntamente hablamos de diez minutos de música de extraordinaria variedad de recursos, rara intensidad y esa voluntad de no violentar al oyente eludiendo las digresiones y yendo a la esencia misma del sonido (¡y del silencio!) que es tan particular de Kurtág. La violinista alemana lo sirvió todo con absorbente capacidad para ahondar en cada quiebro de la música, en cada aleteo, en cada ruptura. Maravilloso.

Cuando con la segunda de sus propinas (el milagroso Siciliano de la Sonata nº1 BWV 1001), Isabelle Faust dio por cerrado su recital, aun algún vencejo con ilusiones noctámbulas la saludaba con un grito que a mis oídos llegó ya contagiado de la esencia eterna de Bach (y de Kurtág).

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