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Afganistán, la guerra perpetua

  • El asentamiento de la democracia se enfrenta al 65 % de anafalbetismo, el fanatismo religioso, el narcotráfico y las lealtades tribales

La  situación en Afganistán no ha hecho sino empeorar durante 2009. Los talibanes se han fortalecido incrementado el número y la gravedad de sus atentados y ampliando su influencia y dominio territorial sobre buena parte del país, incluyendo provincias antes consideradas “seguras”, como las de Herat o Badghis, donde están acantonadas las tropas españolas. El narcotráfico no ha dejado de crecer a su vez, convirtiendo la producción de opio en la principal industria del país y seguramente la única rentable, sostén tanto de los “señores de la guerra” que apoyan al gobierno como de los islamistas que lo combaten. La ineficacia y corrupción, por otra parte, de las instancias gubernamentales puede juzgarse por lo ocurrido en las elecciones presidenciales de agosto, en cuya primera vuelta el presidente Karzai revalidó, aparentemente, su mandato por mayoría absoluta, pero al poco de haber hecho este anuncio y ante la presión de la ONU, tuvo que reconocer como ciertas parte de las acusaciones de fraude de la oposición, aunque negándose a investigarlas, y aceptar una segunda vuelta que finalmente no llegó a celebrarse porque su contrincante, el ex ministro de Asuntos Exteriores, Abdulá Abdulá, se negó a concurrir a ellas. De ese modo el líder opositor, tuviera o no razón en sus temores de que el fraude volvería a repetirse, se marginó del juego democrático despareciendo en la práctica de la escena política. El asentamiento de la democracia se estima tan difícil ante el 65 por ciento de analfabetismo, el fanatismo religioso y las lealtades tribales, que ha generado un evidente desconcierto en las potencias que ocupan el país bajo el paraguas de la ONU. 

El presidente Obama preconizó durante el año un cambio de rumbo materializado en un aumento de las tropas en más de treinta mil soldados y en los contactos establecidos con grupos de talibanes “moderados” a los que se intenta atraer a la legalidad en una estrategia copiada de la aplicada en Iraq hasta en la promesa de retirar las tropas en dieciocho meses. A ese calco se oponen las diferencias entre ambos países y la vecindad de Pakistán, cuyas zonas fronterizas escapan también al control del gobierno pakistaní, constituyendo un poroso territorio insurgente con las provincias pastunes afganas. A eso que hay que sumar el tibio compromiso de las restantes potencias occidentales, remisas a comprometer más soldados en un conflicto al que no se le ve el fin.

 

La presencia española en este escenario es confusa y renuente, la labor asistencial que realizan allí nuestros militares, que no tienen autorización sino para defenderse, es loable, pero se compadece mal con las exigencias de una guerra. El envío de 211 nuevos efectivos que sumar a los mil anteriores parece obedecer más al deseo de complacer a los Estados Unidos que a un convencimiento propio. Este compromiso, además, se detiene ante la participación efectiva en acciones militares, reduciéndose a labores humanitarias y entrenamiento de las fuerzas afganas de seguridad. 

 

Afganistán parece a todas luces un callejón sin salida y Obama colmaría las esperanzas puestas en él si lograra cuadrar el círculo vicioso que somete desde hace muchos años a ese desdichado país a una guerra perpetua. Sin embargo, es preciso reconocer que lo ocurrido durante el 2009, incluido el aplazamiento de las elecciones parlamentarias, no invita al optimismo. 

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