Juan Rodríguez Garat

Almirante retirado

Perro ladrador

El autor sostiene que la amenaza de Putin sería apocalíptica si fuera creíble, pero ¿cómo valorar las declaraciones de un líder cuando él mismo nos asegura que, esta vez, no va de farol?

El presidente ruso, Vladimir Putin.

El presidente ruso, Vladimir Putin. / EFE

Como ha hecho en varias ocasiones desde que comenzó la guerra que él mismo provocó, Vladimir Putin vuelve estos días a amenazar a quienes se oponen a su vacilante campaña de conquista con lo único que queda del formidable arsenal que en su día acumuló la Unión Soviética: el arma nuclear. No es la primera vez ni será la última, pero las voces tranquilizadoras de la mayoría de los analistas militares muchas veces se pierden entre titulares sensacionalistas que adelantan un posible holocausto nuclear que pondrá fin a la vida humana sobre la tierra. Agradezco, por ello, la oportunidad que me da Diario de Sevilla para traer un poco de sosiego a un debate que interesa a la sociedad.

La amenaza de Putin sería apocalíptica si fuera creíble, pero ¿cómo valorar las declaraciones de un líder cuando él mismo nos asegura que, esta vez, no va de farol? Pongamos las cosas en su contexto. La primera vez que nos amenazó, la más elaborada porque vino acompañada de la orden de poner su arsenal nuclear en estado de alerta –una orden de papel que, según informan los servicios de inteligencia norteamericanos, no se materializó en ninguna medida concreta de alistamiento– coincidió con el anuncio de la invasión de Ucrania. Advirtió entonces que no toleraría interferencias con su “operación especial”, y la respuesta de occidente fue clara y contundente: no vamos a entrar en una guerra con Rusia, pero sí apoyaremos a Ucrania con el armamento que necesita para defenderse. Al parecer, entonces sí iba de farol el líder ruso.

Desde ese día, Putin y sus más directos colaboradores han venido amenazando con la guerra nuclear cada cierto tiempo para desdecirse al día siguiente, asegurando que lo que ellos han hecho es advertirnos del riesgo de que sean los países occidentales los que provoquen la catastrófica escalada. La última declaración de Putin, leída en el contexto de su discurso completo, viene a ser parte de lo mismo. Primero nos dice que determinados líderes occidentales –a quienes desde luego no nombra porque no existen– amenazan a Rusia con un ataque nuclear y luego asegura que está dispuesto a defender su patria con todos los medios de que dispone. Pronto aclarará que no será él quien nos ha amenazado a nosotros, sino al contrario.

¿Por qué este juego de hoy sí y mañana no? Porque cuando presume de su potencial nuclear se dirige a los rusos, asumiendo el autoproclamando papel de líder providencial que les devuelve la grandeza perdida y apelando a su orgullo nacional. Cuando rectifica, en cambio, se dirige a la audiencia internacional. Particularmente a aquellos países que todavía no le han retirado su apoyo pero que, como es lógico, no quieren arriesgar su futuro por la gloria de Putin.

Desde esa perspectiva, el líder ruso hace una apuesta que le parece astuta porque no la puede perder. En el ámbito interno, él sabe bien que nadie está pensando en emplear armas nucleares contra Rusia, pero siempre puede decir que ha sido su firme advertencia la que ha salvado a su patria de la destrucción. En el escenario internacional, Putin espera que, por vaga que sea la amenaza, el miedo pueda reducir el apoyo de la opinión pública de los países occidentales a la causa de Volodimir Zelenski.

A aquellos que prestan oídos a quienes aseguran que una Rusia acorralada es capaz de todo, conviene recordarles que lo que está en riesgo no es la patria rusa, sino sus anticuadas ambiciones imperiales. ¿Es tan difícil que los catastrofistas recuerden que Putin ni siquiera ha declarado la guerra a Ucrania, el país que, de acuerdo con los resultados de los próximos referéndums –un detalle menor que estoy seguro de que él ya habrá decidido– estará ocupando territorio ruso dentro de pocos días? ¿Encaja la imagen de la fiera herida y acorralada con el hecho de que cada día Rusia venda a Europa gas natural por el gasoducto que atraviesa Ucrania y pague religiosamente al país enemigo las facturas correspondientes?

Es verdad que la doctrina nuclear rusa es clara y, hasta cierto punto, preocupantemente coherente: “si se destruye Rusia, que les importa a ellos que el mundo sobreviva o no”. Pero la realidad es que nadie, absolutamente nadie, ha amenazado a Rusia. Ni siquiera, a pesar de las muchas razones que ha dado para ello, se pone en cuestión el liderazgo de su histriónico presidente.

Las amenazas de Putin, como los ladridos de la mayoría de los perros, no son muestra de fortaleza, sino de debilidad. Nadie puede ganar una guerra nuclear. Putin lo sabe y los militares rusos lo saben. Decidamos pues libremente nuestra postura sobre la invasión de Ucrania, sabiendo que la guerra también nos hace daño a nosotros y perjudica nuestras expectativas personales y colectivas, pero sin ceder al chantaje nuclear de Putin.

Dicho esto, tampoco debiéramos caer en la tentación de pasar sus amenazas por alto. Se trata de un asunto de extrema gravedad, porque la amenaza del uso de la fuerza es ya uso de la fuerza. Cuando un atracador apunta con un revolver al cajero de un supermercado para que le entregue la recaudación del día, no puede poner como excusa que, en realidad, él no tenía intención de disparar. No puede defenderse asegurando que él no empleó la fuerza en el asalto.

Con el dedo en el gatillo de su arsenal nuclear, Putin pretende robar nuestra libertad de acción, la de los pueblos de Europa y del mundo. No le vamos a dejar, desde luego, pero tampoco debiéramos olvidar que lo ha intentado.

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