Navidad 2013

La Navidad de Jaime (Cuento)

 Me hacía mucha ilusión montar yo solito el nacimiento de este año, aunque mi abuelo me dijo que me ayudaría y que me explicaría lo que significaba cada cosa y me pareció estupendo. La verdad es que yo no sabía muy bien quien era ese Niño Jesús y que era lo que había hecho, pero he aprendido que estos días son muy felices, que mis padres y toda mi familia se lo pasan muy bien y que la gente va por ahí siempre cantando y sonrientes, comprando y haciéndose regalos y que las calles están muy bonitas, llenas de luces y que los escaparates están decorados y llenos de juguetes; pelotas y patines, coches maravillosos y excavadoras amarillas, que a mi me encantan y bicicletas; muchas bicicletas. Así que pensé que este Niño, que iba a nacer, debía ser alguien importante y bueno.

Unos días antes de la Nochebuena fui con mi abuelo al centro de la ciudad. Todo estaba lleno de música y el aire olía a Navidad. El aroma a piñonate inundaba las calles y se podía apreciar el olor dulzón de los mantecados de las monjas y de los pestiños, rebosantes de miel. También se notaba el de la fruta escarchada, de las castañas calentitas y humeantes y el perfume a vinos viejos, que mi abuelo decía que llegaban desde las bodegas de la Alameda Vieja.

En unos puestos, donde también olía muy bien, como a incienso, compramos pajitas menudas para llenar el suelo del portal y así darle algo de calor al Niño y papel decorado de color azul oscuro, llenos de luceros que parecían centellear chispeantes de alegría y una estrella grande de cola, muy fulgurante, que era para que no se perdieran los Reyes, me dijeron. Buscamos papel ondulado, moldeable y pintado con rocas, para construir montañas altas y arrugadas y por último, algo de serrín, para la carpintería de José.

Otro día por la mañana, aunque hacía mucho frío y la hierba estaba escarchada fui, también con mi abuelo, a la Sierra cercana. Atravesamos por algunos pueblos blancos, llenos de callejuelas estrechas y empinadas. Estaban rodeados de praderas verdes, arboles azulados, vaquitas con manchas y ovejas blancas. Se parecerían a mi Nacimiento, todos llenos de cal, inundados de luz y tan altos que casi rozaban el cielo, por encima de las montañas. Atravesamos  un arroyo que bajaba serpenteando con agua fresca muy transparente y de hojas secas, que caían sin cesar de los arboles de la orilla y parecían barquitos de colores. Olía bien allí. A caramelo de menta, a hierba y piedra mojada y a flores como silvestres. Mi abuelo me enseñó lo que eran los palmitos  y  los acebuches, que eran inmensos y estaban cargados de aceitunas de miniaturas. También me dijo que me fijara en los líquenes amarillos que llenaban las ramas gordas de los quejigos, que parecían pintados para la Navidad  y en las largas vainas que colgaban de los algarrobos, que eran como barras de chocolate colgantes y en los matojos de lentisco, que ahora se llenaban de bolitas rojas y que me servirían para colocarlos como arbolitos en mi Nacimiento. También recolectamos musgo que es muy suave y agradable, así como la leche recién ordeñada, piñas y algunos corchos rugosos, que se despegan de algunos árboles con troncos retorcidos y de camino, cogimos algunos madroños colorados y pinchones, que mi abuelo me dio para probar, pero no muchos: “no me fuera a emborrachar…”, me dijo. También oímos como trinaban los jilgueros, que revoloteaban en el cielo y entre los árboles, aquella mañana tan clara y limpia de vacaciones. 

Por fin, unos días antes de Pascua, puse yo solo el Nacimiento, bajo la mirada atenta de mi abuelo, que degustaba una copa de oloroso, que decía que le sentaba de maravilla. Y me salió estupendo; como aquel pueblo blanco, con prados verdes, río plateado, ovejitas pastando y árboles de mentira. Puse la pajita para calentar al Niño, el cielo estrellado, el serrín del carpintero y las montañas rocosas en el fondo. Solo me faltaron los pájaros cantando desde lo alto, pero sonaba una bonita música navideña, cerca del hogar. 

Y por fin llegó el día de la  Nochebuena. Nos sentamos en una mesa larga y preciosa, con adornos, cajas de música y velas encendidas, que no paraban de tintinear. Y vinieron mis primos y tíos, que disfrutaban con aquellos platos tan bonitos, llenos de cosas riquísimas. Después de cenar un pavo bien dorado, brindaron con vino y sacaron turrones de todas las clases, mazapanes y alfajores de almendra y fruta glaseada.

Estaban todos muy alegres y comenzaron a cantar canciones que llamaban villancicos. Sacaron una zambomba, panderetas y botellas de anís para hacer ruido y se lo pasaban muy bien. Pero a mi lo que mas me gustó fue el final, porque nos fuimos todos frente al Nacimiento, que yo había colocado con la ayuda del abuelo y entonces apagaron todas las luces , solo dejaron encendidas las velas de los candelabros y la pequeña luz de la hoguera que había en el portalito, que iluminaba la carita del niño Jesús. Entonces pasó algo mágico, porque todos se callaron y entonaron una canción muy bella, que decía: “Noche de Paz, Noche de Luz…” y a mi me emocionó mucho y lloré un poco. Entonces yo noté algo en el pecho, así como que se me hinchaba de alegría, estaba como volando, como si estuviera en una nube blanca montado, pero pequeñita. Si, flotando y muy contento. Como si estuviera por encima de los pueblos blancos, de los prados verdes y de aquellos árboles azulados de la Sierra. De las altas montañas. Y entonces, me habría gustado tener una larga trompeta y tocarla muy fuerte, que sonara muy lejos. Y haber cantado como los pájaros; algo así como: ‘Aleluya, Aleluya…’ o ‘Hosanna…’; para que todos se enteraran lo feliz que yo era en ese momento.

 Cuando se lo conté al abuelo, me dijo que eso que había sentido se llamaba ‘Amor’ y que ‘Amor era lo mismo que ‘Niño Jesús’.

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