Provincia de Cádiz

Dulce hogar payoyo tras las fatigas

  • Amalia Carrillo Gutiérrez (Villaluenga, 1923) Pasé mi infancia en Gaucín. Mi padre era carbonero. Trabajo había poco. Enfermamos y no nos fiaban ni las medicinas. Yo lo ayudaba, con el serrote. Fui a la escuela sólo un curso. En el 36 huimos hacia Málaga, andando, con un colchón, una olla y una manta, hambrientos. Comíamos batatas y caña de azúcar. Silbaban las balas. Me casé con 26 años. Mi marido fue municipal en Villaluenga.

Amalia se angustia cuando ve en la tele las imágenes de los refugiados sirios. Algunas veces, hasta llora. Sobre todo, cuando salen niños muy pequeños. Bueno, es normal, responderá alguien: a esa mujer le ocurre lo que a mucha gente que se emociona a la vista de una situación desgarradora, ante unas personas que han dejado atrás sus casas y que buscan desesperadas un lugar en el que nadie las ataque. Pues no. Cierto que Amalia siente todo eso como muchos. Pero ella lo siente con más intensidad porque en esas imágenes ella ve sirios pero también se ve a sí misma, a sus padres y a su hermano pequeño. Sentada ante la tele en su confortable casa de Villaluenga, Amalia observa a esas personas que huyen por caminos y carreteras, campo a través, y se acuerda de cómo silbaban las balas, del ruido de las bombas, del miedo, del hambre, del cadáver espanzurrado en la cuneta; y de ese caminar y caminar sin más horizonte que buscar un refugio, un lugar seguro, un sitio en el que poder detenerse a descansar; a comer y a dormir.

Amalia tenía 13 años de edad cuando ella y su padre, su madre y su hermano de sólo cuatro o cinco años huyeron del pueblo en el que vivían, Gaucín, en la provincia de Málaga. Como muchos otros republicanos, su padre temía a las terribles represalias que anunciaba Queipo de Llano en la radio y, ante la inminente toma del pueblo por los sublevados contra la República, optó por escapar con su familia. Y eso que él no había querido agarrar un arma, dice Amalia, y no tenía culpa alguna de los asesinatos de gente de derechas cometidos por la columna de Pedro López y otros extremistas violentos. "Escopetita no cojo yo. A mí dejadme de escopetitas, les decía mi padre".

Cuando cayeron las primeras bombas en Gaucín, la familia cogió camino de Estepona. Andando. Cargaban con un colchón de hojas de maíz (porque pesaba menos que el de lana), una manta, una olla de aluminio, un plato... En Estepona permanecieron una semana, hasta que los aviones y un barco de los sublevados bombardearon y ametrallaron el paseo marítimo. "Echamos a correr hacia el campo. Silbaban las balas. Pasamos la noche en el monte y al otro día, sin comer, andando carretera adelante". Les salían al paso plantaciones de caña de azúcar y todos se echaban a los cañaverales a cortar cañas y a chuparlas. "Todo el mundo esmayao". Más adelante divisaron un sembrado de batatas, el padre de Amalia desenterró unas pocas, encendieron una candela en medio del campo y las cocieron. "Mi madre se acercó a una casa a pedir algo de pan para el niño y una mujer le dio con la puerta en la cara. Qué poca caridad".

Ya en Marbella, les dieron un pedazo de pan a cada uno. "Eso comimos aquella noche". Descansaron en un chozo a las afueras del pueblo y caminaron hasta Monda, un pueblo en el que cuatro familias de Grazalema, a las que conocían, se habían instalado en la iglesia. Se aposentaron ellos también en el templo, crearon su parcelita, y se quedaron dos meses. Dormían los cuatro juntos, abrigados con la manta. Y les proporcionaban comida. "De allí nos llevaron a Coín y pasé la noche más mala de mi vida". Los metieron en una vivienda, alguien encendió una candela y la humareda era insoportable. Continuaron hasta Campanillas y se alojaron en un boquete: una mina abandonada. La huida acabó ahí. Los sublevados tomaron Málaga y no pudieron seguir. La familia dio media vuelta y regresó, de nuevo andando, a Gaucín.

Amalia Carrillo tiene 93 años: nació el 31 de enero de 1923. Mientras merendamos en su casa, en esta tarde de primavera, en este pueblo en paz, repasa con detalle aquella peripecia que acabó por traerla a vivir al pie de estas montañas. Hasta entonces, hasta los 13 años, vivió en Gaucín, aunque a diferencia de sus siete hermanos, ella es de aquí, de Villaluenga, porque su madre vino a dar a luz a casa de sus padres. El padre de Amalia era carbonero, nacido en Jubrique. "Vino a hacer unos trabajos, vio a mi madre en el campo, le gustó y se hicieron novios". Cuando se casaron se fueron a Gaucín a vivir. Amalia es la quinta de los ocho hijos que tuvo el matrimonio. Uno sólo vivió un mes. Tres fallecieron cuando eran muy niños, con dos o tres años de edad. Hasta la guerra, hasta los 13 años, lo que evoca lo resume en dos palabras: mucha fatiga. "Mi padre era un trabajador y trabajo había muy poco. Mientras lo había, se pasaba bien". Es decir, bien era que no carecían de comida. "Cuando faltaba el trabajo, en la tienda nos fiaban sólo la primera semana". Amalia se recuerda en la huerta de un amigo de su padre dándose un atracón de naranjas. "A veces estábamos dos días comiendo naranjas".

Una vez cayeron enfermos Amalia, su hermano y su padre. Para entonces, otros dos hijos del matrimonio ya vivían por su cuenta, fuera de Gaucín. Necesitaban medicinas pero no tenían dinero y a su madre no quisieron fiarle. Entonces la mujer tuvo que venir caminando desde Gaucín hasta Villaluenga a pedirle dinero a un hijo que vivía en este pueblo. Regresó andando. "Era yo muy chica, tendría 11 años. El niño, dos añitos. Los tres estábamos en cama. Mi madre dejó encargada a una vecina de que le diera una vuelta al chico. Yo me levantaba, bebía mucha agua, comía dos o tres naranjas y a la cama otra vez. Hemos pasado muchas fatigas la gente mayor".

Amalia sólo fue a la escuela un curso. Desde muy pequeña trabajaba, ayudaba a su padre en tareas como cortar troncos para hacer el carbón. "Tengo los brazos hechos polvo de darle al serrote. Un serrote con dos asas. Uno tira para un lado y otro para el otro". Algunas temporadas, en verano, acudía con su madre a Grazalema, a casa de un tío. Su madre iba a ayudar a su cuñada y a ella la ponían a guardar las vacas, la cuatro o cinco que tenían. Se agobiaba, se les escapaban y regresaba al pueblo llorando. Que se me han escapado las vacas. No te preocupes, mujer, que vuelven solas, la tranquilizaba un primo suyo. Mujer. Y era una niña de 11 años, una niña trabajadora.

Al regresar a Gaucín, al no poder continuar hacia la zona republicana, la familia se encontró con que se había quedado sin casa, que era alquilada. A los hombres que volvían les esperaban las represalias de los vencedores: tres destinos, tres castigos, dice Amalia. A unos los ponían a barrer las calles, a otros los encarcelaban y al resto los mataban. A su padre le dieron una escoba. Pero estaba barriendo una calle y pasó por allí un conocido. Carrillo, ¿qué hace usted ahí? "Mi padre era muy honrado. Por mediación de aquel hombre lo quitaron de barrer, le dieron un trabajito y se quedó en Gaucín un par de meses". Amalia, su madre y el niño se fueron a Villaluenga, el padre se les unió después y así comenzó una nueva etapa de su vida.

Instalados en Villaluenga, el padre retomó su oficio de carbonero, la hija siguió ayudándole y más tarde estuvo sirviendo con una mujer mayor con la que no se quedó más que un año porque no se sentía bien tratada. Sirvió otro año con una familia y la trataban bien, pero había mucho trabajo. La guerra había terminado. Pero no sin tragedia familiar: a dos tíos de Amalia que se fueron del pueblo y combatieron en el Ejército republicano los fusilaron; a otro que se quedó en Villaluenga también lo mataron. "Nunca se había metido con nadie, no había matado a nadie, pero era de ideas. Lo denunció uno para quitarle una vaca".

A los 18 años, Amalia se hizo novia de Cristóbal, al que conocía del pueblo. Les gustaba bailar en las fiestas. "Yo tenía fama de bailona. Con 90 años he bailado yo. Pero sólo bailaba con quien sabía. Si no, es que van dando pisotones". Lo pasaban bien, aunque con limitaciones que ella impuso rotunda. "Antes, la que se resbalaba caía, y yo no quería caerme; había que guardar lo que había que guardar. Le dije: chsss, ni lo intentes, porque como lo intentes, te dejo". Así, bailando y guardando, estuvieron ocho años de novios. Hasta que se casaron en la iglesia de Villaluenga una mañana, muy temprano, a las seis, para coger el Amarillo e iniciar la luna de miel. Antes, tras la ceremonia, se tomaron un refresquito con la familia, unos dulcecitos, en casa de la madre del novio. Luego, el autobús los llevó a Ronda, donde pasaron el día y la noche de bodas. De allí, a La Línea, donde vivía una hermana de Amalia. Se quedaron dos semanas. "A los nueve meses justos tuve el primer hijo, un varón".

Los primeros años de casados, el marido de Amalia trabajaba en lo que salía. Incluso con el padre de ella, en el carbón. Como no tenía trabajo fijo, lo pasaron regular. Durante dos años fue pastor y vivían en un caserío, alejado del pueblo. "Camino de Grazalema, cuando se llega al puerto, hay unos chozos. Pues de ahí para arriba, en una casita". Ya tenían el niño y dos niñas (vendría una tercera). Cristóbal se pasaba las jornadas pendiente de los bichos, con calor, con frío, subiendo a la sierra... "Yo, con tres niños chicos, el mayor con cuatro años, tenía que arrimar la leña a la candela, ir a por agua, amasar el pan...".

Las cosas mejoraron cuando Cristóbal se colocó de guardia municipal de Villaluenga. Salió a concurso la plaza y la obtuvo él, que tenía preferencia como ex combatiente. Ya había un sueldo todos los meses. Siguió la mejoría cuando las hijas empezaron a coser monederos de piel. Iban todas las semanas a Ubrique a llevarlos. Amalia las acompañaba a veces, cuando tenían que ir andando. A esa época más amable se le suma que el hijo mayor consiguió una beca, entró en el colegio Campano, en Chiclana, estudió Magisterio. "No le gustaba el campo y se aplicaba. Sacó el acceso directo", dice con orgullo su madre.

Cristóbal murió hace 25 años. "Le entró una cosa muy mala en la vejiga". Amalia es desde entonces una viuda que ha disfrutado de viajes (a Galicia, Asturias, Mallorca, Tenerife, Lanzarote...) y que reside en esta casa apacible y coqueta que se asoma a los prados, con chimenea y una terraza con vistas, con macetas y flores, con utensilios antiguos que adornan la pared. Amalia nació casualmente en Villaluenga y pasó su niñez en Gaucín pero dice que se siente payoya, que se siente de este pueblo en el que ha construido un hogar con comodidades que ni soñaba tener cuando era una niña, cuando serraba troncos y las naranjas no eran un postre sino plato único. "Pues nada... ¿y qué le cuento más?". Hemos pasado casi una hora y media charlando. Creo que tenemos una buena historia, le comento. "Pues aquí estamos. Ya llevamos treinta años aquí, en esta casa". Es una casa preciosa, y en un lugar mágico, le digo. Asiente, satisfecha. "La hice yo con el sueldecito de mi marido", anota a continuación. "Soltando pesetita a pesetita".

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios