Provincia de Cádiz

"Yo sólo me he dedicado a trabajar 27 años y me han destrozado la vida"

  • Con 30 kilos menos y una grave depresión, María José Lebrero, la auxiliar de caja imputada en el desfalco de La Isla, clama por su inocencia · Suspendida de empleo y sueldo desde 2009, vive de la caridad familiar

Dos años y tres meses, y 30 kilos y cuatro tallas menos (de una 44 a una 36), separan a la María José Lebrero de ahora de la de 2009. No hace falta que ella diga que no es la misma. No lo es, desde luego, y no sólo por el más que evidente deterioro físico que ha sufrido desde su detención, el 1 de abril de 2009, por su supuesta implicación en el desfalco detectado en las arcas municipales de San Fernando, sino por la tensión que la ha ido consumiendo hasta descarnarla. Hasta hundirle los ojos y el ánimo en un enorme pozo de desesperación del que a duras penas consigue salir. Lo dice ella, y lo ratifica su hermana: sólo el hecho de tener una hija, con 17 años ahora, la ayuda a seguir adelante, a clamar por una inocencia que hasta la fecha le ha sido vedada.

María José Lebrero acude al encuentro concertado con este diario en el despacho de su abogado, Juan Manuel Priego Fernández, del bufete de José Luis Ortiz Miranda, en Cádiz, encogida de cuerpo y alma. "Estoy muy nerviosa, me he tenido que tomar una pastilla", confiesa. Una píldora de la misma medicación que desde que la juez del caso, en vez de enviarla a prisión como al jefe, el cajero Clemente Ruiz, la dejó en libertad provisional, tuvo que empezar a tomar por prescripción de un psiquiatra.

El olvido se antoja imposible. "27 años trabajando y de la noche a la mañana, me imputan por malversación. He sido muy bien educada por mis padres para trabajar siempre honradamente y no soy capaz de decir la palabra robar", musita con evidente esfuerzo.

"Me han destrozado la vida. Me han pillado porque yo estaba ahí y nada más, pero es que yo soy inocente", dice de pronto con fuerza. La voz se le quiebra y la cara se le descompone al recordar los tres días que pasó en los calabozos de la antigua Comisaría isleña, en un sitio que recuerda "asqueroso, sucio, sin luz, con un aseo que ni era aseo ni era nada". No podía comer. Pero la pesadilla había comenzado antes. Ese 1 de abril, cuando estando en su puesto de trabajo, aparecieron interventor, tesorero y economista y les dijeron a ella, a Clemente y a las otras tres empleadas de las dependencias que no podían irse. A las tres de la tarde, apareció la Policía y les dijo: "Están detenidos. Entréguennos sus móviles".

Y ella, que no entendía nada, sólo pensaba en una cosa: "en que mi hija estaba de excursión y volvía a las seis y media de la tarde, y yo no podía avisarla".

Cuando le tomaron declaración en la Comisaría, ella lo dijo. Que no faltaban los 470.000 euros que decía la Cámara de Cuentas, entre enero y marzo de ese año. Que el desfase era mayor. "Yo se lo dije a la Policía, que era de millones. Que desde 2007 los arqueos estaban mal reflejados. Hacía años que era así. Allí siempre escuché yo que se le decía al tesorero, que ahora es el interventor, esto está mal. Y él decía lo tenemos que arreglar, tengo que hablarlo con el interventor". Pero ella no se encargaba de los arqueos. Su trabajo, explica, era cobrar y atender al público. "Yo era una auxiliar de caja. No es lógico que nos imputen un delito cuando yo me iba y quedaban otros, mirando las cuentas".

Los únicos siete días que no fue Clemente Ruiz (que nunca, según confesó él mismo, cogía vacaciones), "cuadraron las hojas de caja diaria", se apresura a matizar su abogado. Priego cree a pies juntillas en su inocencia: "Yo no veo ningún indicio sólido contra ella".

María José le agradece con una sonrisa el apoyo. Y de pronto, recuerda otro detalle que la reconcome: el hecho de que, tras ser detenida ella y Clemente, nadie ordenó precintar las dependencias. "El mismo lunes la Tesorería, y todo, estaba abierto. Han podido cambiar, modificar las cosas".

"Yo sólo me he dedicado a trabajar, enferma y todo, nunca faltaba al trabajo. No me he llevado nada ni he visto a nadie hacerlo". Tanto es así que, en su caso, no hizo falta pedir mandamiento judicial para registrar su casa. Ella misma se brindó en cuanto la Policía lo dijo. "Levantaron todo, camas, armarios, y no encontraron nada. No tengo nada que ocultar. Nunca he vivido con lujos, sólo de mi sueldo".

Ella aún sigue creyendo que todo puede deberse a un error. "Yo no me atrevo a acusar a nadie", y revela otro dato clarificador sobre el pésimo, por no decir nulo control con que se llevaban las cuentas en el Ayuntamiento: "la vez en que entró un cheque y pusieron 6 millones de euros y eran sólo 6.000, y tuvieron que rectificarlo".

Sea por un error que aún nadie ha detectado o porque otra persona se haya apropiado del dinero, lo cierto es que ella, desde entonces, sufre una doble 'condena': la de tener que ir los días 1 y 15 de cada mes a firmar por orden de la juez ("Para mí es muy humillante. Voy siempre la primera") y la de verse obligada a vivir de la caridad familiar, de lo que puede darle su madre, de 80 años, con una pensión de 800 euros, enferma porque ha sufrido un ictus cerebral desde entonces, sus hermanas y su ex marido, al que agradece especialmente su apoyo.

Porque desde que la juez la dejó en libertad, el Ayuntamiento la suspendió de empleo y sueldo. Su nómina de 1.500 euros (tras nada menos que 27 años de trabajo) ha quedado reducida a los 717,08 euros que percibe, de sueldo base mas trienios. Ella paga de la hipoteca de su casa ("un piso, nada de chalé, que nunca he tenido para otra cosa aunque tampoco lo he querido") 703 euros. Para ir tirando, ha tenido que desprenderse de lo poco que tenía: un coche de 13 años que vendió por 350 euros y las cuatro joyas que tenía, regalos de su marido o que ella se compró siendo soltera, que ha tenido que empeñar.

El recuerdo es tan doloroso que estalla en lágrimas. "Soy una persona muy tímida. Mi vida era mi trabajo, mi casa, mi familia, y ahora me veo envuelta en algo tan vergonzante. Mi honor, mi nombre, tiene que quedar limpio". Por su i hija, "que lo está sufriendo todo"

El encuentro termina y salimos a la calle. Por increíble que parezca, se empequeñe aún más, su andar se vuelve vacilante. "Apenas salgo a la calle, me dan mareos", confiesa avergonzada. Su última confidencia estremece: "Me da pánico hablar del Ayuntamiento. Tiré la ropa que llevaba en los calabozos. Y he dado la que me ponía para ir a trabajar. No sólo por el peso que he perdido, sino para tratar de no recordar a todas horas".

Por la noche, la batalla está perdida: siempre tiene pesadillas.

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