Provincia de Cádiz

A la sombra de un error

  • Una juventud de exclusión y droga, trece años en la cárcel por un crimen que no cometió y seis en libertad hicieron de Ricardi un hombre desorientado y sin oportunidades

En el verano de 2008 Ricardi bajó del coche de su abogada cuando no habría recorrido ni 30 kilómetros, lo suficientemente lejos de la cárcel de Topas, ya en el término municipal de Béjar, pero no lo suficientemente  lejos en el tiempo como para no tener la mirada de quien recibe un fogonazo tras horas de oscuridad. Se sentó en un porche de la venta de carretera, pidió una coca-cola y empezó a  observar sus alrededores con el asombro de un marciano. Durante doce años, ocho meses y diez días su mirada ha bía  estado enjaulada en el ventanuco de su chabolo, su cerebro había perdido capacidad de interpretar percepciones sencillas como perspectiva y profundidad de campo. Lo que veía Ricardi era un cuadro, dos dimensiones. Estaba libre. Estar libre era esto: dos dimensiones, como dentro. En la conversación que mantuvimos respondió con monosílabos, como si le pesaran las palabras en la boca,  y apenas si probó la coca-cola. La viva imagen del desconcierto. “Rafael, quizá ahora deberías dormir un poco en el coche”. Y dio un respingo: “¿Dormir? No, no dejéis que me duerma. Quiero verlo todo, todo es tan grande...”

Durante todos esos años en prisión, contaba su abogada, Antonia Alba, Ricardi, un politoxicómano que vivía en la indigencia en El Puerto, encarcelado por un extravío en su ojo, había desarrollado un instinto de culpabilidad. Quizá ser -considerarse- culpable era un sistema inmunológico de autodefensa. Llegó a creer, en cierto modo, que había cometido la violación que nunca cometió, la violación que cometió otro hombre con el ojo extraviado, otro hombre que había vivido libre todos esos años. Ricardi había vivido, por tanto, la vida de otro hombre. Una vida entre rejas. Quizá por eso debió ser otro el que se enfrentó al rumano en la prisión de Topas cuando el rumano le dijo ahora vas a ver lo que hago con los violadores. Debió ser otro, pero era él el que soñaba con aquello todas las noches y el que tenía las cicatrices de la pelea. 

Años después de su excarcelación le visité en El Puerto. “¿Cómo llevas esto de ser libre?” “¿Libre? Yo no soy libre”. Tras aquella pelea con el rumano, Ricardi  se sobresalataba con fobias de persecución. Alguien le vigilaba. Esas obsesiones le acompañaron durante sus años en prisión y no le abandonaron nunca. 

Alternó en la cárcel momentos de euforia y de ensimismamiento. Adelgazaba y engordaba.tenía metido el cabeza el chunda chunda de la música bakalao que se escuchaba  en las galerías. Intentó aprender algo, se apuntó a la escuela, pero no le entraban las letras. Quizá fuera no le hubiera ido mejor porque cuando la policía le trincó dormía a la intemperie y su único objetivo al despertar era buscar la dosis. Los cementerios de los años 90 están plagados de estos retratos. Claro, que si le dan a elegir entre eso y lo que ocurrió dentro, lo mismo elige ‘eso’. Nadie le dio esa opción.

Pero no todo fue malo en la cárcel. Hizo amistad con sus dos compañeros de celda, dos tíos muy listos, decía él, aunque uno no debía serlo tanto porque le metieron nueve años por un alijo de hachís. “Muchos años por chocolate, ¿no?” El otro era un pirata informático que se metía en las cuentas de los bancos y las vaciaba. “Fíjate, ahora nos hemos enterado que no era mi amigo el pirata el que robaba, sino que los bancos nos robaban a nosotros”. Lo cierto es que escuchaba a su amigo el pirata con la boca abierta porque no entendía nada de lo que decía. Cuando él entró en prisión no había visto un ordenador en su vida y cuando salió de prisión se extasió contemplando el GPS del coche de la abogada, sobre todo cuando Antonia le dijo que lo que había en la pantallita era una reproducción de lo que había fuera. Y Rafael miraba la pantallita y miraba fuera y se decía, no, no es lo mismo. 

En ese verano de 2008 Ricardi no sabía muy bien qué hacer con su futuro. Después tampoco lo supo. Pasó un tiempo desfilando por los platós de televisión hasta que las televisiones se cansaron del caso. No fueron ni muchos programas ni mucho dinero. Peleó por una indemnización que se quedó en menos de lo que pensaba. Su familia le acogió con cariño y, pasados los años, algunos de sus miembros le quisieron incapacitar. Tuvo una relación que no salió bien y empezó otra. Y así pasaba el tiempo pasando el tiempo, preso para siempre de un error que, por una vez, él no cometió.    

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios