Sólo importa el ahora

Anagrama publica Sé mía, destinada a ser la despedida definitiva del "carismático Fran Bascombe", el periodista deportivo con el que Richard Ford deslumbró en los ochenta

Richard Ford: un hombre en los pasillos del hotel de la vida

Richard Ford (Jackson, Misisipi, 1944), el pasado mes de febrero en Sevilla.
Richard Ford (Jackson, Misisipi, 1944), el pasado mes de febrero en Sevilla. / Juan Carlos Vázquez
Fernando Pérez Ávila

26 de mayo 2024 - 07:00

La ficha

Sé mía. Richard Ford. Traducción de Damià Alou. Anagrama. Barcelona, 2024. 400 páginas. 21,90 euros.

2024 estaba siendo un buen año para las letras estadounidenses, o al menos para los amantes de la literatura estadounidense en España. El siempre interesante George Saunders había vuelto a sacar un libro de relatos, o más bien de novelas cortas, titulado El día de la liberación (Seix Barral, 2024), en el que hace un repaso de cómo las nuevas tecnologías acaban con la concentración del más centrado de los humanos. La maestra del cuento Lorrie Moore se adentraba de nuevo en la novela con una obra genialmente titulada Si este no es mi hogar, no tengo hogar (Seix Barral, 2024, again), una road novel de fantasmas que contiene algunos de los más divertidos diálogos de la literatura yanki reciente. Nuestro redneck favorito Chris Offutt nos había dejado a principios de año La ley de los cerros, última entrega de la trilogía protagonizada por Mick Hardin, como siempre publicada por Sajalín. Y los brothers del gótico sureño, ese sello llamado Dirty Works que acaba de cumplir diez años por todo lo alto, nos habían traído El artista del KO, otra novela más de uno de sus escritores fetiche, Harry Crews, ese mismo cuyo curso de escritura creativa se resumía en una sola línea: "Pon tu culo en una silla". Por si todo esto fuera poco, el sello malagueño Pálido Fuego (AKA Garantía de Calidad) se descolgó en primavera con la única novela de otro maestro del relato corto, Stuart Dybek, de título tan evocador como Yo navegué con Magallanes. Y Sexto Piso reeditaba Aflicción, de Russell Banks, y El cuarto de Giovanni, de James Baldwin.

Digamos que un aficionado a la literatura estadounidense (traducida, eso sí) no podía estar más feliz. Hasta que llegó el mes de abril, que comenzó con la muerte de John Barth y terminó con la de Paul Auster. Dos escritores tan distintos como geniales. La del primero era más o menos esperada, pues de un hombre con 93 años ya poco se puede esperar más que que entregue la cuchara pronto. Claro que si lo hace dejando obras monumentales como El plantador de tabaco o Giles, el niño cabra, con las que contribuyó a renovar la narrativa norteamericana en la segunda mitad del siglo XX (en la senda de la posmodernidad iniciada por Gaddis, Pynchon, Gass y demás tipos de difícil lectura) se le recordará con más cariño que a un cualquiera. Pero la muerte de Paul Auster fue especialmente dolorosa, porque un escritor como él todavía tenía mucho que decir a sus 77 años.

Para quien esto escribe, fue precisamente Auster uno de los primeros autores con los que empezó a amar la literatura de un país tan inmenso como EEUU. Con permiso del Rey, Stephen King, claro. La trilogía de Nueva York, Leviatán, El Palacio de la luna, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo o Brooklyn Follies fueron puertas de entrada a ese mundo a veces mágico, a veces realista, a veces incomprensible que son las letras estadounidenses. Y así, leyendo y leyendo, un autor llevó a otro hasta que un día el lector se topó con una novela titulada El periodista deportivo, de un tal Richard Ford (editada por Anagrama, como por entonces las obras de Auster), que le llamó la atención porque el título precisamente hacía referencia al oficio que él siempre había querido desempeñar y en el que se había quedado a medias. Periodista sí, deportivo no.

Lejos de encontrarse con las andanzas de un José María García o un José Ramón de la Morena a la americana, el lector descubrió una manera singular de narrar la vida cotidiana. Un estilo pausado, plagado de reflexiones y divagaciones, trufado de descripciones maravillosas y de buenos diálogos. Eduardo Lago, que escribió uno de los más útiles ensayos sobre la literatura estadounidense (titulado Walt Whitman ya no vive aquí y publicado por Sexto Piso) dice de este libro que Ford realizó en 1986 una "valiosa aportación del realismo blanco" y que la obra es una "ágil y amena narración en la que aparece por primera vez su álter ego novelesco, el carismático Frank Bascombe".

Años después, Ford rescataría a Bascombe, que dejaría el periodismo para ser agente inmobiliario (un tipo listo, sin duda), en otras dos obras colosales como son El día de la independencia y Acción de gracias. Cuando todos pensábamos que aquello se iba a quedar en una trilogía, y el autor nos deparó por el medio otra obra maestra titulada Canadá, Ford decidió recuperar al personaje en un cuarto libro, que llevó por título Francamente, Frank. Tampoco sería éste el final de Bascombe, que vuelve a la carga ahora, a sus 74 años (seis menos que su creador) con una nueva novela, Sé mía, destinada a ser la despedida definitiva del personaje, pero quién sabe.

En las páginas de Sé mía se reconoce inmediatamente no sólo la literatura de Ford, sino a ese Frank Bascombe que nos ha acompañado desde hace casi cuarenta años y a quien ya leemos como a un viejo colega que nos cuenta, siempre con calma, sin alterarse, la historia de su vida. Ya hemos conocido sus trabajos, sus divorcios, la vez que casi lo matan tras el paso del huracán Katrina, la muerte de uno de sus hijos cuando era un niño... En esta ocasión le acompañamos en otro duro trance, el ensayo pionero al que se somete otro de sus hijos, Paul, enfermo de ELA, en una clínica Mayo, donde todo es puntero, innovador y muy caro.

Frank, sureño de nacimiento, termina aterido de frío empujando la silla de ruedas de su hijo en Minnesota, donde el clima lo condiciona todo. Ford huye del drama y se refugia en los brazos de una masajista vietnamita, por la que pasan algunas de las mejores páginas del libro. Porque sólo importa el ahora. Su alter ego afronta la enfermedad y el deterioro de su hijo con entereza, a veces con humor y otras con ganas de mandar al niño, que no es tan niño porque tiene 47 años, al mismísimo carajo. Porque no es ni mucho menos un enfermo fácil y la relación con el padre no es nada idílica. Y así, entre diálogos cortantes y las preciosas descripciones de siempre, ambos emprenderán un viaje al monte Rushmore en una vieja autocaravana alquilada, pasando de largo de casinos indios y moteles de mala muerte que le recuerdan a Bascombe aquellos en los que se daba el lote con alguna novia de joven. La cara en piedra de uno de los presidentes (no me pregunten cuál) bajo la nieve centra el diseño que la editorial Anagrama ha escogido para este adiós, esta supuesta despedida, del "carismático Frank Bascombe". Larga vida a Richard Ford.

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