El partido de la decencia
Los grandes cementerios bajo la luna | Crítica
La reedición del célebre panfleto en el que Georges Bernanos denunció los crímenes de los ‘nacionales’ en Mallorca invita a preguntarse por el verdadero sentido del compromiso
La ficha
Los grandes cementerios bajo la luna. Georges Bernanos. Trad. Juan Vivanco. Pepitas de Calabaza. Logroño, 2024. 256 páginas. 21,90 euros
Sometida a las tensiones que caracterizaron el periodo de entreguerras, marcado por el auge de las ideologías totalitarias, la expresión política de los movimientos católicos no fue ajena a la radicalización que amenazaba con destruir o destruyó las democracias liberales, despreciadas por fascistas y bolcheviques y tampoco defendidas –en su caso la impugnación venía de antiguo– por los representantes del tradicionalismo reaccionario. En Francia, desde el caso Dreyfus, la histeria antisemita había cohesionado a los sectores nacionalistas que encontrarían en la Action Française del agnóstico Charles Maurras y su diario homónimo, editado por Léon Daudet, un referente no exento de polémica entre sus propios partidarios. Monárquico, conservador y católico militante, Georges Bernanos había formado parte de la organización juvenil Camelots du Roi, en parte precursora de los violentos escuadristas, pero se distanció pronto de esa derecha exaltada, autoritaria y patriotera que quedaría contaminada para siempre por su ambigüedad o su complacencia durante la Ocupación alemana. Antes, en plena Guerra Civil española, alzó la voz para denunciar los crímenes de los sublevados –y anticipar los de la contienda venidera– en un libro que tendría enorme repercusión internacional, aunque en la propia España hubo que esperar a una fecha tan tardía como 1986 para leer la versión de Juan S. Olmos en Alianza. Reeditado por Pepitas de Calabaza en la misma traducción de Juan Vivanco que publicara Lumen en 2009, Los grandes cementerios bajo la luna (1938) sigue apelando a los lectores no estabulados en un tiempo que ha visto renacer las adhesiones incondicionales.
Residente desde 1934 en Mallorca, donde escribió dos de sus grandes novelas, Diario de un cura rural (1936) y Nueva historia de Mouchette (1937), Bernanos había apoyado inicialmente a los alzados –su hijo Yves era afiliado de Falange, comandada por su amigo Alfonso de Zayas– que llegaron a reunirse en su propia casa. Ante la constancia directa de las detenciones y asesinatos en la isla, sin embargo, de los miles de víctimas de una represión implacable que instauró un estado de Terror sistemático, con el silencio o más bien la bendición de las autoridades eclesiásticas, el escritor francés no dudó en condenar enérgicamente tanto a los ejecutores como a sus voceros o cómplices necesarios. “La ira de los imbéciles llena el mundo”, repite Bernanos, adoptando el tono también airado de los panfletistas, un tono apasionado y virulento –con razón comparado al de Léon Bloy, otro fiero polemista– que peca de grandilocuencia pero transmite, pese a la inflamada retórica, una indignación no fingida. Es cierto que la memorable imagen del título, con su lirismo siniestro y certero, se ve oscurecida por un aire declamatorio, pródigo en divagaciones no siempre iluminadoras, pero ese exceso de oratoria, también peaje del género, es redimido por la contundencia de una reprobación que no admite medias tintas.
El libro o desahogo de Bernanos, “testimonio de un hombre libre”, nace de un sentimiento de compasión genuina por la suerte de los desdichados, en su mayoría campesinos indefensos a los que sólo podía imputarse un cargo de presunta desafección y que ni siquiera eran sometidos a juicio, y se revuelve con particular vehemencia contra la idea de la Cruzada. Los “turiferarios del general Franco” y el “reverendísimo obispo de Palma” –Miralles, no mencionado por su nombre– saben como él mismo de las ejecuciones sumarias, pero callan o miran para otro lado cuando pasan los camiones llenos de pobres diablos. Más allá del ámbito local, la tragedia de España, “un pudridero”, se presenta como antesala del mundo de mañana, un mundo aciago que ya pudo vislumbrarse cuando la carnicería de la Gran Guerra –en la que Bernanos participó como voluntario– y avanza ahora con paso firme hacia la catástrofe. La noción de compromiso, tan ajada o prostituida por el abuso, muestra su verdadero sentido cuando se aplica a los disidentes –en la misma órbita católica, puede recordarse el caso de François Mauriac, quien arremetería a la vez contra los ocupantes alemanes, la revolución nacional de Pétain y el Estado títere de Vichy– que se atreven a decir que el rey está desnudo. Hay en Bernanos, también aquí, en las páginas menos circunstanciales, una nostalgia de la piedad antigua, de la sencilla inocencia del mundo anterior a la modernidad, que lo señala como un hombre de otro tiempo, pero hay sobre todo el imperativo de decir la verdad sin paños calientes, cuando la mayoría de los escritores e intelectuales prodigaban las denuncias en un solo sentido. En varios pasajes, el ensayista concede que le reprocharán cebarse en la crítica a los suyos, lo que de hecho venía haciendo desde que se alejara de Maurras. Pero no hay contradicción: frente a los posicionamientos basados en la afinidad ideológica, Bernanos optó por adscribirse al partido de la decencia.
Hombres humillados
Reconocido por una de las grandes estudiosas de la peste totalitaria, Hannah Arendt, como “el panfleto más importante que jamás se ha escrito contra el fascismo”, el libro de Bernanos fue leído y celebrado por Simone Weil en una carta que no llegó a ser enviada. Antes de su conversión al cristianismo, la joven pensadora, integrada en la columna Durruti, estuvo por unas pocas semanas en el frente y presenció atrocidades y “casos de inhumanidad totalmente opuestos al ideal libertario”, de modo que había pasado por una “experiencia parecida a la suya, si bien más breve, menos profunda”. Es un documento emocionante por la sinceridad con la que la veinteañera comparte y contrasta sus vivencias con un escritor tan distinto, al que sólo conocía por sus libros. “Usted me es más cercano, sin comparación, que mis camaradas de las milicias de Aragón, esos camaradas a los que, sin embargo, yo amaba”, le dice, ponderando la honestidad de su testimonio. “He reconocido ese olor a guerra civil, a sangre y a terror que desprende su libro”, afirma en otro lugar, sin renegar de las razones que la llevaron a España pero dejando también constancia de episodios de crueldad arbitraria. Si Bernanos ensalzaba la dignidad de los reos, Weil se refiere a “la reivindicación del honor, tan bella entre los hombres humillados”.
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