La ley del deseo
El animal más triste | Crítica
Juan Vico entrega en 'El animal más triste' una historia de aires generacionales y tono elegíaco en torno a la caducidad del amor, el enfriamiento de las amistades y las ilusiones rotas
La ficha
El animal más triste. Juan Vico. Seix Barral. Barcelona, 2019. 197 páginas. 17 euros
Si bien le antecedieron varios poemarios y un par de novelas, el salto de Juan Vico (Badalona, 1975) a los sellos generalistas se produjo con Los bosques imantados (2016), una novela de detectives ambientada en el siglo XIX que exploraba, reciclaba y ponía en limpio muchos de los viejos resortes del género. Para engarzar aquel relato, Vico se trasladaba a una población rural francesa donde un milagrero realizaba curaciones y prodigios ante la atónita mirada de la prensa, los curiosos, los poderes públicos; violentadas por las pesquisas del típico periodista metomentodo, las presuntas maravillas resultan ser más oscuras de lo que parecían a primera vista y la idílica vida en el campo, su sencillez y su autenticidad sin cosméticos, menos recomendable. El relato concluía de un modo virtual, cumpliendo con los rigores de la lógica policíaca pero dejando abierta una puerta a las tinieblas que el lector era invitado a trasponer.
Quien se haya sentido atraído, de cualquier manera, por el título previo de Vico sentirá cierto desconcierto al enfrentarse a los laberintos mucho más ambiguos de El animal más triste. Nada de líneas rectas aquí; han desaparecido los senderos que el género policial impone a la narración, ese viejo esquema mítico que enfrenta el héroe al villano y busca los medios racionales para hacerle sucumbir: en su lugar tenemos el trazo más circular, espiral, del pensamiento recurrente y la obsesión.
El animal más triste nace de un intento de determinar la naturaleza del deseo, de marcar sus límites y de evaluar sus consecuencias una vez se ha enfriado. El deseo es una cuestión que ha alimentado páginas y páginas desde los albores de la literatura y ha desvelado a no pocos filósofos: en un mundo sin norte, donde no existe mayor elucidación ni criterio sobre lo que nos aguarda o se espera de nosotros, qué sentido tiene entusiasmarse con las cosas, aspirar a ellas, lanzarse en su persecución en un afán que puede volver el resto de consideraciones ociosas y aun estériles. Mientras dura, el deseo es una lumbre, un ardor, y, como la caldera en la famosa máquina de vapor, nos mantiene en movimiento; pero una vez cesa, las bielas languidecen, la locomotora va perdiendo empuje, hasta quedar varada en mitad de la vía. Entonces los viajeros permanecen allí, en mitad de ninguna parte, como en un tren extremeño, y comparece la melancolía, también el remordimiento.
Es justamente este tono elegíaco el que impera en el relato de Juan Vico. Como portavoz preeminente de la ley del deseo, el autor se ha decantado por su variante más carnal y obvia: el sexual. Y al hacerlo, se inclina por investigar esos rebordes suyos donde el deseo, ya extinto, se asoma a su opuesto y la lumbre degenera en ceniza: el momento posterior al ensamblaje en que, ya separados, ahítos, los amantes se entregan a dos tristezas paralelas. Esa invencible sensación de perdición, de derrota, que epiloga todo entusiasmo compartido, esa comprensión última de que el acto no ha servido para unir lo que estaba escindido y de que seguiremos irremediablemente solos a pesar de la fusión momentánea, es la que denuncia el adagio latino que da título a la novela, post coitum tristitia. Así, la obra se transforma en un tratado sobre la decepción, sobre la pérdida de la fe de quien ha coronado la cima y no tiene ante sí más que el camino de descenso, sobre las ilusiones rotas; temática más que natural en un narrador que acaba de romper el precinto de la cuarentena.
Estructuralmente, la novela consiste en tres partes, o dos y una, enlazadas por una serie de protagonistas comunes. En primer lugar, asistimos a un reencuentro de viejos colegas, "una de esas escenas endémicamente francesas concebidas en torno a grupos de amigos que comen, beben vino y debaten cualquier cuestión imaginable en el jardín de una casa campestre". Existen vínculos entre ellos que el tiempo ha ido aligerando, pero que conservan parte de su antigua tirantez: amores caducados, amistades íntimas que ya no lo son, incluso la muerte de un ausente al que invocar en silencio.
En esta primera sección (como en la última, que le sirve de paralelo), la tristeza postcoital toma la forma de la pérdida de fervor forzosa en la madurez: todos estos personajes, lamentables algunos de ellos, correctamente artistas, escritores, fotógrafos como para engrosar una película de Woody Allen, añoran sin remedio los soles de la juventud, la era en que entre aulas universitarias y bares de copas el mundo parecía más crucial, más extremo y verdadero. Pasamos luego a un episodio intermedio ambientado en los años treinta del pasado siglo, también con la frustración sexual como objeto, y se concluye en un tercio final donde los personajes del inicio, en monólogos amputados, revelan al lector qué tipo de desengaño les ha tocado en suerte a cada uno, siempre con el mensaje subyacente de que es imposible escapar de él: el destino final del universo, según enseña la Física, es fatalmente el enfriamiento.
Igual que en su novela anterior, llama la atención en Vico una atención preferente al estilo, muy alejado de la telegrafía anglosajona tan en boga en la literatura de ahora. Inspirado quizá en modelos más centroeuropeos, o europeos a secas, sus frases son cadenciosas, larguísimas en ocasiones, y se prolongan gratamente en circunstanciales y expletivos, sin que les asuste cubrir páginas enteras ausentes de un solo punto y aparte. Esta devoción al idioma disculpa otras tendencias menos felices, como cierto elitismo o pedantería de los diálogos, las reflexiones de algunos personajes que, al disertar sobre cine o literatura con toda la utilería de los suplementos culturales, parecen estar posando, otra vez, para una película neoyorquina. En suma, se trata de un título apreciable, que abre una incógnita sobre la futura trayectoria de su autor: no sabemos si proseguirá por los derroteros de sus primeros escarceos policíacos (preferibles, a qué negarlo, para un tipo de lector como el presente) o tenderá a estas confesiones más sesudas y también más trabajadas de ahora.
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