'A Chorus Line' | Crítica

El otro gran teatro del mundo

Representación de 'A Chorus Line' en el Teatro del Soho Caixabank.

Representación de 'A Chorus Line' en el Teatro del Soho Caixabank. / Javier Salas / Teatro del Soho Caixabank

Cundían entre no pocos aficionados al género ciertas reservas por la decisión de Antonio Banderas de abrir su Teatro del Soho Caixabank con A Chorus Line, un musical que en cierta medida requiere (digámoslo así) una atención especial por parte del espectador y que tiende a reservar los encantos habituales del formato para poner sobre la mesa otros valores quizá menos efectivos, pero al cabo más hondos. Y lo mejor que se puede decir de esta producción es que el A Chorus Line que podrá disfrutar el público en Málaga es el mejor de los posibles: cada brizna de confianza otorgada es devuelta con una satisfacción bien perdurable. Por otra parte, claro, en su naturaleza de juguete metateatral, la creación de Michael Bennett resultaba la idónea para inmortalizar esta singular historia de ida y vuelta protagonizada por un Antonio Banderas que, tras su consagración en Hollywood, decide volver a su Málaga natal, de la que partió con un gran cargamento de sueños por cumplir, para abrir un teatro; no obstante, cuestiones biográficas aparte, podemos hablar de este A Chorus Line como un éxito artístico de primer orden, con argumentos bien sólidos, rigurosos y ejemplarmente resueltos en lo que se refiere al oficio escénico.

Para ser honestos, conviene subrayar que buena parte de esos argumentos tienen lugar no encima del escenario, sino debajo: la orquesta de veintidós músicos que dirige Arturo Díez Boscovich hace una lectura exigente y fiel (como ordena la producción) de la partitura de Marvin Hamlisch, pero dotada de un brillo propio que no sólo sostiene, sino que interactúa de manera eficaz y natural con la materia dramática hasta convertirse en protagonista por derecho. En manos de Díez Boscovich, la música no se limita a ponerse al servicio de los bailarines ni a adornar las distintas intervenciones interpretativas, sino que refuerza, a base de sabios matices y jugosas esencias, la conexión emocional entre las historias de los personajes y el público. La interpretación no es sólo así eficaz, virtuosa y perfecta en su ejecución, sino generosa en la generación de significados propios. Y semejante hallazgo constituye una poderosa lección de la función de la música en un espectáculo musical. Valga, por una vez, la redundancia. 

Por sus muchos valores, la calidad de la ejecución y la conexión emocional que alumbra, cabe saludar este 'A Chorus Line' como un éxito artístico de primer orden

Con respecto a la puesta en escena, A Chorus Line es, como recordaba Antonio Banderas, un montaje especialmente difícil en la medida en que Michael Bennett lo creó no a partir de un libreto, sino de las pautas propias de una coreografía; por lo tanto, todas y cada una de las piezas, dramáticas y musicales, deben trenzarse medidas al milímetro a la vez que se busca la mayor impresión de naturalidad en el espectador. Al mismo tiempo, la producción de Broadway obliga, de nuevo, a preservar el espíritu de la propuesta original, lo que a nivel artístico otorga una base bien firme desde la que trabajar si bien, a cambio, estrecha aún más el posible marco de acción para la resolución personal del espectáculo. Ciertamente, el espectador encontrará un A Chorus Line fielmente pegado a la marca Broadway (incluso al sabor genuino del Off en el que el musical vio la luz en 1975), pero también algunos rasgos particulares: la interpretación completa de todos los pasajes y canciones en español invita a echar de menos en algunos momentos el inglés original (inquietud que queda satisfecha, eso sí, al final), aunque la opción sale beneficiada por la preservación de todos los acentos reales y bien diversos de los intérpretes, lo que confiere al espectáculo una contemporaneidad muy eficaz y amable. Este apunte tiene que ver, de hecho, con el que es tal vez el principal valor de esta producción, que es la dirección actoral:bajo la premisa del respeto absoluto al libreto de James Kirkwood y Nicholas Dante, en lugar de someter a los intérpretes a los moldes predeterminados, aquí se ha optado por conducir a los personajes originales a las características físicas, artísticas y cabe sospechar que hasta de carácter (lo que ya sería rizar el rizo en lo que a la aplicación del dichoso método se refiere) de los jóvenes actores, cantantes y bailarines que componen el elenco, desde el poder mismo que otorga la interpretación. El resultado entraña la puerta abierta a un sello propio, pero, además, aporta una contundente dosis de verdad a la propuesta. Lo que, tratándose de A Chorus Line, se traduce en un mérito escénico más que considerable.

En cuanto a los aspectos técnicos, el reparto ofrece un recital de altura a la hora de cantar, bailar y actuar. Quedaban en la función para la prensa del martes, tal vez, algunos mínimos cables sueltos por rematar en cuanto a enjundia dramática y afinación, y tal vez el resultado de alguna coreografía donde cabe esperar el mayor esplendor no es especialmente feliz; pero, en conjunto, más allá de estos pequeños detalles que quedarán limados sin más problemas a partir del estreno oficial, este A Chorus Line se sirve al espectador en un nivel artístico muy notable, que nada tiene que envidiar a cualquier producción de Broadway. Abundan momentos pródigos de emoción y de verdadero impacto, tremendos en ejecución y ambición. Entrar en individualidades ante un reparto de veintiséis artistas en escena siempre es delicado e injusto, pero cabe destacar el trabajo de la mexicana Estibalitz Ruiz, soberbio, prodigioso, especialmente a la hora de cantar, con una afinación y una resonancia suficientes para dejar al más pintado clavado en la butaca. Fran Moreno firma uno de los episodios de mayor densidad dramática con altura y determinación, sin ceder un ápice a la sentimentalidad que hubiera supuesto el camino más fácil. Pablo Puyol defiende con papel su maestría y Cassandra Hlong, con no poca experiencia previa en el papel de Connie Wong, sostiene a su personaje en el difícil hilo de la tragicomedia con soltura y, de nuevo, mucha verdad. Con respecto a Antonio Banderas, sí: está espléndido. La transición desde el papel del estirado Zach hasta el final en la cima, cuando ya Banderas hace de sí mismo (atención a los oles con los que remata cada elevación de la pierna) en un proverbial alarde de canto y baile, exigente en la técnica y a la vez libre y feliz, en plena revelación, es una de las cosas más hermosas que pueden verse a día de hoy en un escenario.

Y es que, al fin, lo mejor de este A Chorus Line es su reivindicación, absoluta, limpia y meridiana, del teatro como un arte en el que podemos encontrarnos y reconocernos todos. En su empeño en contar las historias de los don nadie de Broadway, Michael Bennett brindó una colosal afirmación del escenario como espacio vital, en cuyas afueras ya nada tiene sentido. Este otro gran teatro del mundo, alzado no en la épica de la Historia, sino en las ensoñaciones, logros y fracasos de cualquiera que pasa, de la gente que se busca la vida como puede mientras lidia con sus tormentas, encuentra en esta producción del Teatro del Soho un nido perfecto y admirable. Así funciona este invento llamado teatro desde hace casi tres mil años. Y así se nos devuelve en un espectáculo que habrá que recordar siempre.

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