Cultura

Corrientes circulares en el tiempo

Un minuto puede durar una eternidad. El compás, el jaleo, hace las veces de pulsaciones, de latidos del corazón, de tic-tac de un tiempo inagotable pero modulable, que se altera y que sufre interferencias constantemente. Se escuchan gemidos bajo el manto de la total oscuridad. Blanco y negro, claroscuros, tenebrismo, fogonazos, distintos estados de ánimo. Cuando uno quiere y el otro no se construye desde la dialéctica, confrontación y convergencia, de dos bailarines sublimes y absorbentes, elásticos, que serpentean por el suelo, que juegan con la forma hasta hacerla infinita, que permanecen en perfecta comunión entre ellos mismos y el público expectante.

Marco Vargas y Chloé Brûle son los protagonistas de la que probablemente sea hasta el final del XII Festival de Jerez la propuesta más hipnótica, edificante y seductora de cuanto se ha programado en esta edición de la muestra. Ayer en La Compañía ambos artistas danzaron al amor y al desamor, pero también al tiempo, irrefrenable y agotador, y a la incomunicación, espita que salta en la olla a presión que es la vida rutinaria. Los bailarines, como hizo Bergman en Secretos de un matrimonio desde el prisma del lenguaje cinematográfico, se encargan de diseccionar el día a día de las relaciones de pareja desde un punto de vista íntimo y minucioso, abriendo al público su rico universo sentimental. La cotidianeidad de dos enamorados que deviene en una vasta galería de pulsiones, estímulos y sentimientos incontrolables: pasión, ternura, ilusión, escepticismo, inseguridad, desamparo...

Construido en tres grandes bloques, Lo que me alimenta me mata, La casas sienten y La diferencia, el espectáculo tiene al cantaor sevillano Juan José Amador como artista invitado, en la que es quizás una de sus interpretaciones más sorprendentes. Y eso, teniendo en cuenta que ha trabajado con artistas tan transgresores como Israel Galván y personales como Javier Barón. Sin acompañamiento musical alguno, Amador canta a capella y canta a sus propios silencios. Canta sobre la mesa, desde un balcón de La Compañía, ejerce de voz interior de la pareja, sin rozarles, como conciencia íntima que actúa de centro de gravedad de los bailarines.

Es solvente en los tientos, donde se mezcla el enamoramiento y lo sensitivo. Expresión máxima en la soleá, mientras el bailarín sostiene en brazos a su pareja. Los rostros fundidos y el dúo como si fuese un todo orgánico. Surge Sabicas y su soleá, y suena Ne me quitte pas. Sensación de abandono. Discusión, golpes en la mesa. Llega el desgaste, la erosión en las relaciones por la condenada rutina, por querer amar y acabar saltando con la retransmisión de un partido de fútbol. Eso también se retrata en escena con absoluta imaginación y perfecto juego de luz y sonido, dos elementos imprescindibles y cuidados celosamente durante la hora que dura el montaje.

Con una nariz de clown, con una linterna en total intimidad, alrededor de la mesa, reconciliándose y con la vuelta a la guerra fría, Vargas y Brûle atrapan, no dejan que nadie mire la hora y pierda el hilo discursivo de su rompedora invitación a la danza. Con giros radicales y poses imposibles. Con un planteamiento coreográfico sorprendente y una calidad en su ejecución, en su sincronía y en su milimetrada puesta en práctica, sencillamente perfecta.

Desde la sobriedad de una puesta en escena austera pero inteligente. Jugando con los mínimos recursos pero con sobrado talento para provocar y zarandear al espectador para hacerle reflexionar, identificarse con lo que ve sobre las tablas. Una intención, obviamente, digna de alabanza y agradecimiento. Y Marco corre, acelera el paso como si no hubiese mañana. Y Chloé, desde su individualidad, le da la réplica reivindicando su autonomía.

El break-beat y la samba brasilera, como si fueran alegrías de Cádiz, dan un último golpe de timón al montaje. Pero el cierre por toná suena severo y agridulce, y la pareja vuelve a fundirse en la oscuridad. La obra concluye: ellos dos, exhaustos, quieren, pero nosotros no. Que el espectáculo no acabe nunca, que se detenga el tiempo y la pareja siga danzando, removiéndonos con la miel en los labios el placer de hacernos sentir mediante la sugestión en lugar de con el alarido de lo explícito, de lo mediocre y lo vulgar. Eso que actualmente campa a sus anchas, con la pobre excusa de la comercialidad, y que tantos se atreven a considerar como arte.

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