Cultura

Crónicas del 'horrorismo'

  • Martin Amis recopila en 'El segundo avión' ensayos, artículos y relatos escritos a raíz del 11-S

En el equipaje de mano que el viajero quiere tener cerca durante el vuelo está prohibido llevar un par de bolas de billar. Son peligrosas. Puede intentar cometer un atentado. Con dos bolas de billar. Una azul, con el número 2, y otra negra -La Negra-, con el 8. De las lisas. ¿Tiene importancia todo eso del color, los números y si eran de las lisas? Si el viajero hubiera intentado una tropelía y hubiese sido detenido, esos detalles habrían sido recogidos en el atestado policial y en el informe del juez, pero sobre todo habrían sido destacados en las crónicas periodísticas, en su sempiterno afán de hallar un significado esotérico a los símbolos: ¿Por qué las bolas 2 y 8, la azul y la negra? Los números y los colores del ataque.

Pero no ocurrió nada de eso. La mochila del viajero se adentró en el túnel del amor y el escáner detectó las formas redondas, perfectas, de las dos bolas. Una mujer rechoncha de la empresa privada de seguridad embutida en un uniforme de una talla más pequeña que la suya se acercó al viajero y le dijo que abriera la mochila porque había dos "objetos sospechosos" y el viajero sacó las bolas de billar y se las entregó y ella entró en una habitación de la que salió otra mujer con un uniforme de la Guardia Civil también demasiado pequeño -¿por qué las mujeres de aspecto militar tienen que ir tan prietas, les confiere eso más autoridad?- derrochando simpatía con el viajero para decirle que las bolas no podían ir en la mochila, está prohibido por no sé qué leyes internacionales que un segundo guardia civil casi en la reserva resumió, bastante menos dicharachero, con un "es que eso es como llevar dos piedras". Y el viajero visualizó su ataque: con la azul amenazó a una azafata con cascarle el cerebro si no lo llevaba a la cabina y con La Negra obligó al comandante a desviar el vuelo, pues de lo contrario le reventaría la cabeza a bolazos. Así.

Titular: Un hombre secuestra un avión con dos bolas de billar.

Pero las bolas de billar se quedaron en el aeropuerto. El viajero emprendió el regreso a casa sin los recuerdos de aquella partida.

Por culpa de Mohamed Atta y sus secuaces, dos bolas de billar son letales dentro de un avión.

Por culpa de Mohamed Atta y su banda los aeropuertos son parques temáticos de La Vigilancia y El Control, en donde el vértigo lo ofrecen atracciones como La Paranoia, El Miedo y El Abuso. Y hay otra versión del pánico a volar que no tiene que ver con el deterioro de los flaps ni con la rotura del tren de aterrizaje ni con una fuga de combustible. ¿Y si aquel tipo con barba? ¿Y si esa mujer tan abrigada? Es un vecindario indeseado con el que sin embargo compartimos solidaridad: en cuanto gestionamos nuestro billete por internet o en la agencia de viajes somos, sí, clientes de una línea aérea, pero desde el 11 de septiembre de 2001 somos también sospechosos de querer convertir el aparato en un arma de destrucción masiva. Todos. Con cúteres, como Mohamed Atta, para rajar carótidas. O con bolas de billar, para machacar occipitales.

La hija del escritor Martin Amis pasó por el mismo trance que el viajero de las bolas de billar. Su mochila con lápices y vídeos de dibujos animados y su peluche fueron "metódica y solemnemente" inspeccionados por un agente en Montevideo antes de emprender un vuelo a Nueva York. En 2005 ya no había diferencia alguna entre una niña rubia de seis años y Mohamed Atta. El horror del 9/11 nos había hecho iguales a todos en cualquier aeropuerto del mundo. Otro éxito de los falsos mártires de Al Qaeda. Es una de las escenas que recoge Amis en su libro El segundo avión. 11 de Septiembre: 2001-2007, que la editorial Anagrama acaba de publicar en España. El escritor británico compila en este volumen artículos, ensayos y un par de relatos en el que "desesperadamente fascinado" por la ignominia de aquella mañana neoyorquina indaga en el fenómeno del terrorismo suicida que desprecia la vida y rinde culto a la muerte protagonizado por los islamistas.

¿Los efectos de ese odio? Una caída en picado en el horrorismo planetario -expresión que acuña el propio Amis en vez de terrorismo- provocado por "el asesinato-en-masa y suicidio simultáneo del asesino", algo para lo que los occidentales "no hemos sido capaces de formular una respuesta racional". La réplica ha sido, desde el shock de aquella mañana -los españoles tenemos el nuestro del 11-M-, confusa y perpleja, descendiendo por una espiral rotulada con los nombres de Afganistán e Iraq invadidos con su consecuente estadística sanguinaria, y Abu Ghraib, y Guantánamo, y los vuelos secretos de la CIA... y más suicidas con el amonal adosado a su pellejo convencidos de que hacerse saltar por los aires y llevarse por delante al mayor número de "infieles perversos, corruptos, promiscuos y viciosos" por el interés de una "causa" lleva parejas las llaves del paraíso. Cuánto aburrimiento.

Y en esto último hace hincapié el novelista. Los asesinos suicidas han vencido en este punto, con un "aburrimiento superlativo" que multiplica y complementa su "terrorismo superlativo". Porque ellos no sienten el aburrimiento. Amis sostiene que "lo contrario de la fe religiosa no es el ateísmo o el laicismo o el humanismo" sino "la independencia mental". Y en las granjas de Tarnak, preparando el ataque a las Torres Gemelas, Osama bin Laden no dejó ni espacio ni tiempo para esa independencia de la mente: soltó odiosas parrafadas sobre las lacras de Occidente y Atta y los suyos empuñaron, sin repudiar ese inmenso coñazo, los cúteres.

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