Arquitectura · La belleza intangible

Egipto: españoles, amigos, Butragueño (1)

EN aquellos años no había sido instaurado el Nuevo Orden Mundial que marcaría una raya entre occidente y el mundo musulmán, sembrando nuevos odios y generando una nueva forma de terrorismo cuyas consecuencias posteriores son ahora de sobra conocidas. En esa época todavía era posible viajar a países de Oriente Medio o del Magreb o de otras partes del mundo sin que ser occidental incitara a ser asaltado o secuestrado. Tampoco existían por entonces tantos ordenadores, para los usuarios genéricos se habían desarrollado apenas programas de tratamiento de textos y poco más. No existían los móviles, no existía internet, no existían más que unos pocos canales de televisión. Las compañías aéreas no eran Low Cost, pero/porque prestaban servicios que hacían los vuelos más agradables, y viajar consistía en internarse en otros mundos, otras culturas, otras razas, y se hacía básicamente para conocer, para aprender, además de para disfrutar.

Fue entonces cuando volaron desde Madrid a El Cairo. Ya en el aeropuerto egipcio supieron de inmediato que lo de la velocidad era algo que había quedado atrás, en Europa, y que el tiempo discurriría de una manera diferente en aquel país, de un modo tan calmado como tedioso… En sólo tres horas de vuelo pasaron de una ciudad de tres millones de habitantes con atascos de circulación, a otra atascada por ocho millones de habitantes que durante horas conseguían apenas mover un palmo sus automóviles anticuados y polvorientos, la mayoría taxis y pequeñas furgonetas cargadas hasta arriba de todo tipo de suministros.

Con la tarde muy avanzada al fin pudieron llegar al hotel perteneciente a una famosa cadena norteamericana, una torre moderna construida en una de las islas que el Nilo forma a su paso por la ciudad. Desde la terraza de una de las habitaciones de la planta veinte, todavía podían distinguirse en la lejanía la silueta de las pirámides de Giza tras la bruma, mezcla de la contaminación, la humedad del río y de la merma de luz del atardecer. Esa noche cenaron en los jardines del hotel, dispuestos en bancadas que acababan a las orillas del río. El cansancio del viaje; el fragor amortiguado de la ciudad contigua y la proximidad de la belleza antigua de los monumentos; los olores de las plantas; todo ello mezclado con el aroma de las Aish Meharha (pan egipcio, que consiste en tortas planas y delgadas) recién horneadas que rellenas con ricas ensaladas, salsas y carnes asadas y, por supuesto, el vino, les fue sumiendo en una especie de sopor que les condujo directamente a dormir.

A la mañana siguiente, muy temprano, con la luz de oriente encendiéndose lentamente, iniciaron el programa de visitas de la ciudad, que cuidadosamente diseñado por alguna agencia de viajes turísticos, pasaba siempre por varias tiendas de souvenires, joyas o alfombras, antes de ser conducidos a lo que les interesaba de verdad. Empezaron fuerte: las tres pirámides de Keops, Kefren y Micerinos, que junto a la esfinge de Gizeh, forman el, posiblemente, conjunto arquitectónico más potente de los realizados hasta el momento por la humanidad. La emoción al llegar a la explanada donde bajaron del autobús fue algo no sentido en ningún otro lugar. Las impresionantes construcciones realizadas con aquellos sillares descomunales de piedra traídos en grandes barcazas por el Nilo, les dejó durante horas sin poder articular palabra alguna. Pese a las ofertas que decenas de lugareños les hacían para montar en camello, comprar reproducciones de los monumentos, o sombreros, o babuchas o cualquier otro recuerdo, nada les distrajo de mirar, mirar y mirar.

Más tarde, sobrepuestos ya, pasaron al interior de la pirámide de Kefrén, la única que por entonces era visitable. Un largo pasadizo en pendiente de no más de dos metros de altura y poco más de un metro de ancho tallado en la piedra conducía a la cámara funeraria. Este recorrido, con una fila de visitantes entrando y otra de los que volvían de la visita, les trajo de nuevo a la realidad más cotidiana: gritos, hombres que deslizaban sus manos por las chicas extranjeras que andaban en sentido contrario, risas, agobios, mareos. Finalmente, al llegar al interior de la cámara, de nuevo en silencio, la conciencia de estar en un lugar como aquél, al que se le atribuyen poderes mágicos y extrasensoriales, y donde, en todo caso, se siente la gravidez de las piedras que lo envuelven, el aislamiento del exterior, les devolvió ese sentimiento de pequeñez frente a la inmensidad.

Salieron de la pirámide transportados, zumbados, enfebrecidos. El hambre apretaba casi tanto como la solana. Pararon a comer en algún lugar olvidable y volvieron al hotel del que no salieron hasta bien entrada la noche para cenar en un restaurante japonés, muy típico de allí, en el que les sirvieron vino francés por error, lo que casi les cuesta un disgusto cuando llegó la hora de pagar la cuenta.

Continuará.

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