Cultura

Estampas de un tiempo ido

  • 'Caligrafía de los sueños' (Lumen), la primera novela de Juan Marsé tras la concesión del Premio Cervantes en 2009, es un hermoso relato de iniciación en la Barcelona de posguerra

A estas alturas, con medio siglo en el tajo -su primera novela, Encerrados con un solo juguete, data de 1960- y una posición de relevancia en nuestras letras nunca abandonada por completo, refrendada además por los más importantes premios -el último, el Premio Cervantes-, Juan Marsé no tiene que demostrar nada a nadie. Algunas de sus novelas han funcionado sólo a medio gas -estoy pensando en la penúltima, Canciones de amor en Lolita's Club (2005)-, pero no pocos novelistas venderían el alma al diablo encargado de semejantes transacciones por firmar una media docena de títulos como la formada por Ultimas tardes con Teresa (1966), La oscura historia de la prima Montse (1970), Si te dicen que caí (1973), Un día volveré (1982), El embrujo de Shanghai (1994) y Rabos de lagartija (2000), todas ellos editados con su esmero habitual por el sello Lumen. Juan Marsé no tiene que demostrar nada a nadie, salvo quizás a sí mismo. De ahí la reincidencia en una geografía propia en su último libro, de muy hermoso título, Caligrafía de los sueños.

En su obra narrativa, también ha acabado siendo recurrente esa edad en que lo imaginado aún pesa más que lo vivido: la niñez, la adolescencia... En concreto, la niñez y adolescencia que Marsé vivió en Barcelona, en los años de posguerra; la de una chiquillería que vestía "cuerdas en lugar de cinturones, jerséis apolillados, pantalones cortos remendados y sandalias de goma", escribe aquí. "Algunos [niños] lucen la cabeza rapada, la tez famélica y las rodillas roñosas", precisa, pero siguen siendo tan niños como los que más, viviendo y soñando al tiempo que viven, incapaces de discernir aún los confines que separan la vida del sueño; unos niños que aprenden del sueño (el cine, los tebeos, las novelas de quiosco) claves y artimañas para combatir la realidad, y de ésta, razones para no quedarse enganchados en el sueño. El protagonista se hace llamar Ringo, como el protagonista de La diligencia, aquel hermoso western de John Ford, y comparte con Marsé no pocas circunstancias: la fecha y lugar de nacimiento, su condición de huérfano adoptado, su pasión por el cine, una primera experiencia laboral en un taller de orfebrería y, sobre todo, una misma mirada sobre el mundo, entre el deslumbramiento y la resignación.

Ringo es hijo del bando de los vencidos, derrotado también él de distinta manera en diferentes frentes. El chico, un enamorado de la música, habría querido aprender piano; empieza los estudios de solfeo, apenas unos meses, pero debe abandonarlos porque sus padres no pueden pagárselos. A continuación entra a trabajar en el taller de un joyero, primero como chico para todo, como aprendiz después, y allí tiene la desdicha de perder el dedo índice en una laminadora. Esto lo incapacita para la música, aunque él seguirá anhelando un futuro a la altura de sus deseos y fantaseará con carteles pegados por las paredes anunciando el próximo concierto del gran pianista de nueve dedos. Mientras llega la el golpe de gracia definitivo, la frustración, Ringo lee todo lo que le cae en las manos, y mira todo cuanto le pasa delante de los ojos, que por los ojos entra la vida. Paulatinamente, este hijo de la derrota se parapetará en la escritura para combatir la adversidad.

En paralelo al despertar al mundo de Ringo, fluye la historia de una vecina, Vicky, que un buen día monta una buena en el barrio: la mujer sale de casa de mala manera, fuera de sí, y se tumba en medio de unas vías muertas, en espera de que la haga trizas un tranvía de los pasaban antes por allí. El episodio será la comidilla de las gentes durante semanas. ¿Qué ha llevado a Vicky a, en un gesto de desesperación, hacer el ridículo de esta manera? Todo apunta a una relación con un tal señor Alonso que se ha ido al garete no se sabe bien el porqué. Sin proponérselo, Ringo irá juntando las piezas del rompecabezas. El chico aprende a escudriñar tras las apariencias, estudiar las palabras, también los silencios, e interpretar los gestos, pero sobre todo las miradas, que la verdad sale por los ojos. El azar incluso pondrá en sus manos el destino de los actores: el tal señor Alonso le entrega una carta para Vicky que él no logrará entregar, me callo el porqué.

Arropando el personaje y las peripecias, Marsé dibuja una serie de estampas de aquella época. Se diría que la historia es realmente una excusa para trabajar en esta línea: estampas de la vida en el barrio, cuando la gente salía a la calle con una silla de casa para charlar con los vecinos; estampas de niños que imitaban en sus juegos las aventuras de los héroes de película, de cuando el cine era aún un espectáculo único (antes de la televisión e internet) y no un producto más en el mercado audiovisual; estampas de conversaciones en la taberna, hasta las tantas, lamentando lo que se llevó el 36 y lo que trajo el 39; estampas de hogares grises, mal iluminados, mal ventilados, mal abastecidos, en donde se procuraba que no faltara nunca un poquito de dignidad... Caligrafía de los sueños renueva nuestra admiración por un gran novelista que insiste en una veta narrativa ni agotada ni con signos de agotamiento.

Juan Marsé. Lumen, Barcelona, 2011.

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