Cultura

Good times tomorrow...

  • Long Ryders ejecutan en Puerto Sherry su repertorio más clásico ante menos público del que merecen y The Meanies ponen el punto 'punkarra'

En 1987 The Long Ryders abrían la segunda cara del que sería su último disco, State of our Union, con una contundente pieza que se llamaba Good times tomorrow, hard times today, una canción sobre esperanzas truncadas que hablaba de que los tiempos duros no tocarán a esta familia, pero que hace balance con la estrofa en la que a la protagonista de la historia los cabellos se le vuelven gris plata. Los buenos tiempos jamás llegaron,

En la noche del sábado de Puerto Sherry, Sid Griffin, al ma de esta banda que en los años 80 supuso el eslabón que uniría el rock de raíces americanas de Buffalo Springfield, Byrds o Flyng Burrito Brothers con las nuevas generaciones que en la actualidad representan los magníficos Kings of Lion, presentaba una melena gris plata. Había vuelto a reunir a sus colegas treinta años después y ellos volvieron como algo que le debían a su pasado. Porque The Long Ryders hace mucho que son historia. Una bonita historia preñada de grandes y preciosas canciones.

Tras aquel disco del 87 que hablaba de los buenos tiempos del mañana, Tom Stevens, el bajista, dejaría el grupo para irse a cuidar de su mujer y su hijo y Stephen McCarthy, compositor de buena parte del repertorio de la banda, le siguió para dar un giro a su carrera que le llevaría a ser ejecutivo de una multinacional del entretenimiento en Richmond. Juntos en el escenario del puerto deportivo ofrecían la fotografía del cómo nos ha ido la vida. Stephen es un hombre elegante que viste chaqueta y chaleco y vaqueros de marca, no puede disimular que la vida le ha ido bien, con el cabello cortado con exquisito gusto y gafas ahumadas graduadas de porte pudiente. Tom, en cambio, parecía llevar su bajo de toda la vida, ya muy gastado, aspecto desaliñado, vaqueros anchos viejos y arrugados y una chaqueta de una talla diferente a la suya colocada de cualquier manera. Pero si sus caminos se separaron hace treinta años, incluso en la indumentaria, en el escenario volvieron a ser aquellos chicos que despuntaban en la escena angelina y la química entre el hombre rico y el hombre que no parece que lo sea tanto saltaba en cada pieza, tras iniciales desajustes, para acabar funcionando como el reloj que fueron en esa maravilla llamada Lights of downtown , ante la mirada tierna del viejo amigo Sid, autor de la convocatoria. Todo invitaba a la nostalgia, claro. Cosas que nos dan por persar a los que llevamos mal lo de la edad.

Y lo cierto es que el arranque del grupo legendario que encabezaba el cartel del Freek 2016 fue frío. No es habitual ver conciertos en los que el grupo elija un volumen audible, pero no estruendoso, lo que le daba a la convocatoria una categoría intimista impropia para públicos festivaleros, aunque ese público no sea demasiado, mucho menos de l que merecían estas viejas glorias, y su edad media no baje de los 40 años. Por eso incluso alguien pidió más marcha, voltaje, a lo que Sid Griffin contestó con una sonrisa mandando callar. Porque según se iban calentando, el ritmo inconfundible y pegadizo de sus temas se iba metiendo en el cuerpo del personal, que si empezó paralizado acabó bailando a rabiar y coreando como un himno el Looking for Lewis and Clark, lo más parecido que los Long Ryders tuvieron a un gran éxito junto a el I want bad, que es casi como una canción de los Beatles y que también cayó y fue muy celebrada. Unas cuantas dosis más de música de granero como el State of my Union o el Run dusty run y parecía que, en vez de en el puerto de los veleros estuviéramos en una granja de Wisconsin, tal es la capacidad de evocación de Sid Griffin y de los suyos, convertidos de nuevo en Long Ryders, como aquella película de Walter Hill, y no en dueños de las vidas que decidieron tomar en aquel lejano 1987. Los Long Ryders habían vuelto, sí señor. Y Sid Griffin fue feliz. Y más feliz hubiera sido si un espontáneo no le hubiera aguado la fiesta subiéndose al escenario para plantarle un beso que él rechazo como pudo y que supuso el fin del bolo.

Antes de los Long Ryders el escenario fue del dúo Los Bengala, guitarra y batería, algo que empieza a ser habitual desde que descubrieron la fórmula los Whte Stripes. Lo que hacen estos dos muchachos con tan poco arsenal es más que notable. Parecen un ejército garajero. Una pena que a esa hora de la tarde contarán su audiencia por unas pocas decenas.

Ya metidos en el cambio de día, fue el turno de los australianos Meanies, que tuvieron una fugaz relevancia a principios de los 90. LO que pasa es que saltaron a hacer punk acelerado cuando Nirvana y el grunge cambiaron la cosa, por lo que fueron devorados por nuevas tendencias. Da igual, ellos siguen haciendo lo mismo, canciones cortas y salvajes, enlazadas una detrás de otra y el cantante pegándose unos batacazos a lo Iggy Pop que hivcieron las delicias de los presentes. Para cerrar, los Vinagre, un trío sevillano en plan Guadalupe Plata, pero más bestias, cuyos fans ya son legión.

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