"Hoy se pide a la literatura que raspe los terrenos de la verdad"
Luisgé martín
Luisgé Martín narra en 'El amor del revés', un libro sobre el sexo, la búsqueda del amor y la identidad, el tormentoso viaje hacia la aceptación de sí mismo
Consagrado hace tiempo como uno de los narradores más interesantes de la actual literatura española, Luisgé Martín (Madrid, 1962) aborda en El amor del revés (Anagrama) su obra más íntima y dolorosa, un autorretrato sin concesiones en el que recuerda las ásperas negociaciones consigo mismo de un joven homosexual en un entorno en el que sopla el "aire fétido" de la intolerencia. Un viaje del rechazo a la aceptación que el autor emprende sin rencores, desde el sosiego, con la templanza y la sabiduría que conceden los años.
-En la novela, recuerda una cita del francés Michel Leiris, en la que sostiene que la verdadera literatura comprometida es aquella en la que el autor se expone al riesgo de una confesión. Éste es, sin duda, su libro más comprometido.
-Sí, probablemente es el libro más comprometido que tendré nunca. Es una obra en la que hablo de mí mismo, de la parte más vulnerable, más frágil, la más profunda de mí mismo, y en ese sentido creo que no habrá otro libro igual.
-Muchos otros autores -Delphine de Vigan, Marta Sanz, Emmanuel Carrère- han convertido recientemente, como usted, su vida en materia literaria. Hay quien opina que el auge de este tipo de narraciones coincide con la pérdida de interés de los lectores en la ficción.
-En toda la historia del arte hay movimientos, corrientes, y ahora mismo hay una necesidad de que la literatura raspe los territorios de la verdad y que cuente aquello que ocurre realmente. Es difícil dar con la causa. Hay quien dice que hoy toda la ficción está en las series de televisión, pero series ha habido siempre, y sobre todo ha habido cine, donde por cierto hay también un auge del documental. No puedo dar una respuesta muy académica, pero es verdad que a mí todo lo confesional, lo que tiene que ver con los diarios, los epistolarios, lo real, cada día me interesa más.
-No tiene recuerdo de ningún escarnio, pero sin embargo sintió pronto el espanto de creerse enfermo, la necesidad de disfrazarse frente a los demás.
-Claro, porque al final no era algo que uno viviera como acusación personal, sino como una acusación ambiental. Todos los días, en el colegio, oías aquello de mariquita el último, en la televisión siempre había humoristas con sus chistes sobre el tema, en las sobremesas familiares se contaban las aberraciones de algún conocido... No hacía falta que a uno lo señalaran para que uno sintiera que ser homosexual era absolutamente terrible, una decepción, una vergüenza.
-Usted conoció a alguno -rememora a uno de ellos, Alfonso- que no aguantó la presión y se quitó la vida.
-Recuerdo con especial estremecimiento que el día que más íntimamente hablamos me contó que a su edad ya no sentía que era un enfermo o que estaba siendo reprobado por Dios, pero al mismo tiempo se sentía condicionado por la familia, del Opus Dei, y era incapaz de vivir con ese sentimiento de no culpa. Era consciente de que no había nada de lo que avergonzarse, pero por otro lado seguía avergonzándose continuamente. Eso acabó desembocando en su suicidio.
-Usted piensa que los trastornos de carácter "tienen su principio en las ciénagas de aquellos tiempos".
-Alguien educado en el catolicismo, por muy ateo que llegue a ser, va a tener siempre algún sentimiento de culpa, y un protestante va a tener siempre esa severidad moral, ese sentido del deber. En mi caso, las inseguridades o determinadas neurosis, comportamientos que no son todo lo equilibrados que uno querría, tienen que ver con que, durante muchos años, en la edad más crítica de la formación de la personalidad, yo vivía en el ocultamiento, en la negación de mí mismo y en la mentira. Lo raro es que uno no acabara completamente loco.
-Una de las escenas más representativas del libro es un largo interrogatorio al que le sometieron sus padres, preocupados por su depresión. Le preguntan por posibilidades insospechadas, pero en ningún momento vislumbran la homosexualidad como la razón de su dolor.
-Sí, incluso me preguntaron si había tenido problemas con la ley. Pienso que la homofobia está sustentada, como tantas otras fobias, en el desconocimiento. Mis padres y la sociedad de clase media de aquel tiempo sabían tan poco de los gays... Veían impensable que alguien con una vida normal, sin ningún trauma, pudiese ser homosexual. Efectivamente, años después, hablando con mi madre, me confirmó que nunca se le había pasado por la cabeza.
-Afirma que "los mayores paladines de la homofobia han sido, a lo largo de la historia, los homosexuales". Usted, inicialmente, veía los bares de ambiente como antros de degenerados a los que movía la lujuria mientras usted buscaba el amor, aunque finalmente pasara muchas noches en aquellos locales.
-Tuve en algún momento la idea de hacer una gran novela en la que se entrecruzaran todos esos personajes que yo había ido conociendo en el mundo de la noche. Cuando yo tomé la decisión de contar mi vida, tenía la sensación de que esa parte iba a ocupar mucho. Fue una etapa muy feliz pero también muy amarga, muy intensa, pero cuando me senté a escribir me di cuenta de que entre los jalones que componen mi biografía esa parte era sólo una parte. Explayarse en los detalles de los amantes, los rechazos, de la propia geografía gay del Madrid de aquella época no tenía sentido, habría desvirtuado el libro.
-Aquí, como en otras obras suyas, está muy presente la vulnerabilidad ante la belleza. En el libro cuenta cómo se enamoró locamente de hombres que no conocía, sólo por su apariencia.
-La belleza física como motor de comportamiento, como un motor místico incluso, es algo que a mí me ha interesado mucho desde La muerte de Tadzio y me sigue pareciendo algo misterioso todavía, a pesar de que el tiempo lo atempera todo. Todavía hay veces que me cruzo con alguien y siento ese deslumbramiento que va más allá de la sexualidad y el morbo, conecta con esa capacidad que tenemos de imaginar vidas o recrear porvenires a través de estímulos sensoriales. En mi vida ha habido al menos dos casos que me llevaron al disparate, en los que construí el amor desde la nada. Alguien me prestaba un cuerpo, una imagen, y yo le prestaba todo lo demás.
-En El amor del revés recupera fragmentos de los diarios que escribió cuando joven. Y es inclemente con ese muchacho, al que describe como "manipulador, egoísta y desequilibrado".
-Esto sí que creo que era esencial en el proyecto literario de El amor del revés, y de eso me siento muy orgulloso. Uno no sabe si lo que hace estará bien o estará mal, tiene determinadas virtudes o no, pero lo que sí sé es que es un libro honesto. Me puse como regla el ser completamente sincero e inclemente conmigo, reconstruyendo lo que ocurrió. Quería contar las cosas con toda la descarnadura posible, porque creo que un proyecto así sólo tiene sentido si el que lo lee puede encontrar lo verdaderamente íntimo, lo oscuro, lo recóndito. En aquel chaval hay muchas cosas de las que podía avergonzarme, pero no he escondido ninguna.
-Sin embargo no es un libro escrito desde la rabia. No quiere verse como una víctima, no insiste en el rencor.
-Porque ha pasado mucho tiempo. En mis primeros planes iba a escribir más tarde este libro, cuando yo tuviese los 60 años, cuando posiblemente hubiesen muerto mis padres y no se avivaran determinadas heridas. Han transcurrido muchos años y yo he cambiado tanto, hay tanta distancia entre el acto literario y la vida dolorosa de aquel entonces que la rabia está también muy adelgazada. Un libro rabioso habría sido un libro peor. Quizás más militante, más activista, más hiriente. Necesitaba que hubiese una mirada calmada.
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