Cultura

Ingres, un pintor que abrió caminos

  • La exposición que el Prado dedica a Ingres muestra todas sus facetas pero en especial dos, sus retratos y desnudos, en las que la pintura del francés se reveló en su propia época cargada de futuro

Dicen que fue un reto para Picasso. El baño turco, un tondo (esto es, un cuadro circular) de casi 110 cm. de diámetro, expuesto en la gran retrospectiva de Ingres, en París en 1905, fue para él un desafío: cómo integrar en una superficie de esas dimensiones un considerable número de cuerpos. Picasso no incorporaría al lienzo una veintena de muchachas desnudas (se contentó con cinco) y prefirió al harén (un tópico de la época) el burdel de la calle Aviñó (entre la Plaça de Sant Jaume y el puerto de Barcelona), pero durante dos años trabajó la idea hasta lograr el cuadro que muchos consideran el punto de partida del cubismo.

Extraña fortuna crítica la de Jean Auguste-Dominique Ingres (Montauban, 1780-París, 1867): durante toda su vida ambicionó recuperar el pasado, emular y reivindicar a Rafael, pero su obra marcó el futuro, dejó su huella en los modernos. Un cuadro, El sobrino de Talma, hace pensar en El desesperado de Courbet, y La pequeña bañista despierta de inmediato la memoria de las obras tardías de Degas que, siendo muy joven, dibujó cuidadosamente ese cuadro.

La actual exposición en el Prado abarca cinco géneros: pintura de historia, la de trovador (fábulas medievales), religiosa, retratos y desnudos. Ingres deseó siempre que lo vieran como un pintor de historia, el gran género, considerado supremo desde hacía tres siglos, pero habrían de ser sus retratos y desnudos las obras cargadas en verdad de futuro. Unos y otros abren camino en la encrucijada del arte en que le tocó vivir.

Véase, por ejemplo, el retrato de Louis-François Bertin. Bertin fundó el Journal des Debates Politiques et Litteraires y fue prototipo de la naciente burguesía francesa. Ingres lo lleva al lienzo con una resolución y fuerza del todo ajenas a la distinción y refinamiento aristocráticos. También es nueva la despreocupada sensualidad de La señora Rivière y la seductora sencillez de La condesa d'Haussonville.

En los retratos pesa mucho la depurada técnica de Ingres (formado en el taller de David), pero su atractivo moderno surge de la presencia de la figura, del modo en que los cuerpos se sitúan en el rectángulo del lienzo, apropiándose del espacio y convirtiendo el cuadro en una vibrante unidad. Eso es lo que reclama la mirada del espectador y hace que se detenga y se demore. Después apreciará la tersura de la piel, la calidad de las telas o la delicadeza de los encajes. Calidades sin duda excelentes, pero derivaciones al fin de la sorpresa inicial.

No ocurre así en los cuadros de historia que, diga lo que diga Michael Fried, mantienen regustos escenográficos. Salvo Edipo y la esfinge, que en su tiempo no tuvo buena crítica, los cuadros de historia son el pasado. Quizá ellos incitaran a Baudelaire a tachar de solemne sepulcro el salón dedicado exclusivamente a Ingres, en la Exposición Universal de París de 1855.

La unidad del cuadro no surge sólo del vigor de la figura, sino de un ritmo singular. Sobre todo en los desnudos. Angélica, estudio para Ruggiero libera a Angélica, es mucho más convincente que el cuadro final. La figura de la muchacha ante dos planos de color no necesita ninguna narración que la justifique. El ritmo del cuerpo tiene un grado de sensualidad superior al de las formas. Lo mismo ocurre en La gran odalisca: tanto en el cuadro como en la grisalla que Ingres hizo años más tarde, es definitorio el pausado ritmo de la curva que comienza en la cortina de la derecha y acaba en el rostro de la mujer, recorre su brazo y subraya, paso a paso, la sensualidad del cuerpo. Esa cadencia es más decisiva que los detalles del cuerpo. Las exigencias de la pintura, como diría cien años después Barnett Newman, pesan en el autor mucho más que la preocupación por el parecido.

Aquel vigor y este ritmo surgen de una inteligencia que antes que al detalle atiende al modo en el que los cuerpos pueden crear espacio. Esto se relaciona estrechamente con la mentalidad y la praxis del dibujante. El dibujo marca, sitúa, fija el espacio y lo hace sin posibilidad de retorno. Ojo, mano e inteligencia se unen en la tarea más arriesgada: la de definir. Ingres fue un espléndido dibujante. Los dibujos expuestos muestran una complicidad casi increíble entre la delicada firmeza de la línea y la suavidad de las tonalidades, pero más que ambas cualidades, destaca el modo en que las figuras hacen espacio.

Ingres no llevó sus dibujos a la Exposición Universal de 1855. Se negó a mostrarlos -se dice- porque no quería distraer la atención de los espectadores, apartándola de los cuadros. Pero también se conocen bien sus ataques de ira, si alguien alababa en exceso sus dibujos. Pensaba que quien hablara así estaba menospreciando su pintura. También en este caso naufragaba la visión de sí mismo como artista.

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