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Macao

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Surcamos a toda velocidad el Mar de la China una mañana clara de febrero. El paisaje está salpicado de islotes y en el horizonte no dejan de verse embarcaciones. Desde el modesto pesquero al colosal petrolero. Del esforzado remolcador al arrogante yate. En otros tiempos, estas eran aguas llenas de aventuras y mil peligros. Hoy parece que paseamos por el salón de casa a bordo de un moderno (y costoso) ferry. No obstante, la tranquilidad acaba en el muelle de destino. Hemos llegado al mismo centro de la locura. Bienvenidos a Macao.

PRIMERA ESTACIÓN: SORPRESA. El centro histórico es visita obligada, ya que Macao es (y con mucha razón), Patrimonio de la Humanidad. Cuando uno llega a la plaza del Senado, no puede menos que frotarse los ojos, ya que acabamos de entrar en una ciudad portuguesa. Pero no estamos en el Alentejo ni Tras-Os-Montes, sino a miles de kilómetros de distancia. El pavimento de las calles está hecho con tarugos de mármol y los edificios presentan graciosas fachadas barrocas o neoclásicas pintadas con lánguidos tonos pastel, que aún parecen más desmayados bajo el grisáceo cielo tropical. Hay iglesias con estatuas de San Antonio, un coqueto teatro y pasteis de Belem. Pero justo falta lo que sobra y embruja en la verdadera tierra lusa: la calma infinita y sobrecogedora de sus pueblos.

SEGUNDA ESTACIÓN: DELIRIO. La parte más antigua de Macao la conforman unas cuantas manzanas en perfecto estado de conservación. La mayor parte del espacio que las separa está ocupado por una multitud frenética que solo piensa en una cosa: dejar testimonio de haber pisado la antigua colonia europea. Como en casi todos los lugares del planeta, hay dos maneras de conseguir reliquias macaenses, si bien aquí ambas toman un cariz dramático. ¿Quién no se ha hecho una fotografía ante un monumento famoso? Pues aquí ese monumento es la fachada de la antigua iglesia de los jesuitas (el resto pereció en un incendio), situado en uno de los bordes del conjunto monumental, como monumental es el número de posados que se efectúan frente a sus gastadas escaleras. Usted podrá tener también la suya, si se pelea con doscientos orientales. Si molesta demasiado, le podrán dar un palo con un ídem de selfie.

Lo de comprar un recuerdo, es tarea impensable. El abanico es bastante exiguo y comprende productos cosméticos, medicamentos y dulces. A la vista del número de personas que abarrota las tiendas, las tres categorías deben ser excelentes, rayando lo milagroso. Pero el miedo a ser golpeado con una caja de galletas o un frasco de cualquier remedio medicinal (misterioso e infalible), hace a cualquier ser razonable abandonar la idea de adquirir productos en la zona.

TERCERA ESTACIÓN: UN REMANSO DE CALMA. Llega la hora del almuerzo. La oferta principal se centra en restaurantes de comida portuguesa, pero la esta opción parece poco recomendable. Por un lado, para degustar la excelente gastronomía lusa tenemos aquí al lado Villarreal de San Antonio y, visto el cariz de los acontecimientos, la posibilidad de acabar a tortas con un ciudadano asiático por culpa de un plato de pollo al piri-piri es bastante alta.

Junto al teatro, hay una serie de calles en las que se respira cierta calma, y en una de ellas, un modesto local que bien podría estar en una calle de Setúbal. Pequeño, forrado con azulejos blancos, con unas pocas mesas muy juntas y con su hule de cuadros… Cuando uno espera que le traigan el pan y el paté de sardinas, aparece un señor en camiseta de tirantes y le planta por delante una carta en chino de la que elegimos dos platos al azar. Resultan ser unas verduras al vapor y una sopa de pollo, ambas exquisitas. El resto de comensales de la minúscula sala, da cuenta del almuerzo de manera veloz y silenciosa. Apuramos la cerveza con tranquilidad. El futuro se antoja grotesco.

CUARTA ESTACIÓN: APOTEOSIS. Un taxi nos lleva al último de los reclamos de Macao, una isla cercana y llena de casinos. De Pekín a Las Vegas, de París a Nueva York pasando por Lisboa y Montecarlo. Cada uno de los establecimientos es gigantesco y cuenta con hoteles y galerías comerciales abarrotadas de tiendas de lujo y numerosos clientes que tal vez piensen que a media noche sonarán las trompetas del Juicio Final, visto el frenesí con el que adquieren perfumes de Dior y bolsos de Prada. Luces estridentes y efectos especiales de todo tipo nos acompañan en el paseo.

Elegimos el que se nos antoja más bizarro (tarea nada fácil) y entramos en uno que tiene en la puerta una réplica (enana) del campanile de San Marcos y otra del puente de Rialto, bajo el que no dejan de pasar limusinas. Estamos en la Nueva Venecia, que se abre ante nosotros con interminables galerías decoradas con frescos y falsos dorados. La sala de juego es inabarcable, y en ella nadie parece divertirse. Los cientos de apostantes asisten cariacontecidos a cada lance, sin que a la vista haya indicio de lo que llaman glamour. Es algo así como un cementerio enmoquetado y cutre, por el que fluye a raudales el río de los dineros, que se va escapando entre las mesas de bacarrá y mil máquinas extrañas y rutilantes. Abandonamos el país de los muertos vivientes por la puerta trasera desde donde, por gentileza de The Venetian, un moderno pullman (que no una góndola) nos lleva al puerto.

EPÍLOGO: NOCHE OSCURA EN EL MAR DE LA CHINA. El ferry surca las tinieblas, dejando atrás la aburrida Babilonia, en la que miles de energúmenos seguirán vendiendo y comprando el aire y jugándose la sangre de las venas. Durante la travesía, rezaré a la Diosa Razón una oración por sus tristes almas.

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