Cultura

Nazario, antes del 'underground'

  • El dibujante publica la segunda entrega de sus recuerdos, 'Sevilla y la casita de las pirañas', un vibrante relato de su formación cultural y su despertar sexual en la ciudad gris del tardofranquismo

En el dibujo de portada, Nazario (Castilleja del Campo, Sevilla, 1944) aparece en un insólito cartel diseñado para la Feria de Abril de 1974 con un traje de flamenca subida a un coche de caballos junto a Diego, Lulú y La Canina. De espaldas, un grupo de hombres, con aspecto de chulos, charlan animosamente con ellas, contemplándolas desde el albero. La imagen podría funcionar a modo de prólogo visual de este su segundo libro de memorias, Sevilla y la casita de las pirañas, que acaba de poner en circulación la editorial Anagrama. Y, de algún modo, lo es.

Porque Nazario viene a repasar ahora su expedición íntima en los años 60 y comienzos de los 70, justo hasta el arranque de la que fue su primera entrega de recuerdos, La vida cotidiana del dibujante underground (2016). Y en este nuevo arco de días caben los amigos, el sexo, el ramalazo esnob, los libros, los poemas, el flamenco, el cine, el arte, la cultura. Los novios, los baños públicos y otros tugurios de caza, las fiestas, los viajes. La madrugada. El pueblo. Morón. Lebrija. Torremolinos. Ibiza. Madrid. Roma. París. Londres. Y Sevilla siempre al fondo.

Lo vemos ahora entre hippies, en la galaxia de Morón, orbitando en torno a Diego del Gastor

Estas páginas acumulan mucho de franqueza y de impremeditado desafío. Aquí el dibujante empieza a vivir desde una cierta extravagancia de horarios, de lecturas, de pasiones. Así desde los días de profesor rural. Así desde los días en la universidad. Pero aquellos tiempos dislocados le dejan también una sombra de nostalgia, de cierto ocaso que avanza a lo ancho de esta memoria recobrada. "Los recuerdos pegajosos, que se resisten a abandonarnos pero que rápidamente volvemos a invocar cuando nos abandonan", asegura aquí el autor de Anarcoma.

El descubrimiento del otro, la plenitud de la homosexualidad de Nazario y los encuentros (muchos y casi siempre solubles) atraviesan el volumen con rastro de fiesta anatómica. Con más apetito de belleza que de amor. "Era el deseo irreprimible, irresponsable, casi suicida, del que se está muriendo de sed y se arroja sobre un charco de agua sin reparar en su limpieza", señala el dibujante, que detalla sus encuentros sexuales, los embates inguinales de algunos de sus amantes, sus pasiones feroces, la ternura que viene después de la fiebre. Y por ahí, todo recto.

De Sevilla y la casita de las pirañas saca el lector algo que ya se intuía. Nazario nunca ha dejado de mirar intensamente la calle. Las cosas de la calle. Y en el trayecto se ha balanceado entre la pasión por saber y el entusiasmo por huronear con igual intensidad en tugurios y bibliotecas, en museos y galpones de media noche, en teatros y garitos de callejón. Así ha contorneado su historia a la vez que ha levantado su mundo artístico. Un creador sin norma ni reloj recuerda los días en que el mundo se impulsaba preferiblemente de noche y aún tenía sentido la aventura y la alegría.

En esta ración de recuerdos lo vemos instalado entre hippies americanos en la galaxia flamenca de Morón, orbitando todos alrededor de Diego del Gastor, plantado allí a la manera de un rey antiguo. "Una nariz de pico, unos ojos vivarachos, una pacífica y abierta sonrisa que mostraba unos dientes como de conejo y una voz un poco gangosa, alegre, reposa y zalamera", describe Nazario al genial guitarrista, con quien trabó una sincera amistad desde que aceptó darle clases. "Mi inutilidad como tocaor fue algo que yo mismo no tardaría en reconocer", señala sobre la deriva de aquello.

Pero él convive con esos seres inexplicables que parecían descender del último árbol de la raza. "Aún sonaban las voces de Juan Talega, Manolito María o Tío Borrico de Jerez, aquellos dinosaurios del cante ya en vías de extinción, con las voces destrozadas y la salud precaria, pero aún con fuerzas para sacar a flote los cantes que habían sabido dominar. Las fiestas con ellos eran como clases magistrales, Diego y los de la secta los jaleaban, admiraban el éxito que coronaba algún esfuerzo, lloraban con desgarro aquellos cantes que desafiaban el tiempo negándose a desaparecer".

Todo esto va haciéndose sitio en una secuencia de historias narradas en capítulos que podrían ser autónomos, casi como cuentos de una misma novela. Clemente Domínguez, el futuro Papa de El Palmar con el culo al aire en los Jardines de Murillo; Pepe, el novio guardia civil; Tomás y Dionisio, los compañeros en el piso de Virgen de Luján donde Nazario pintó un mural de El guerrero del antifaz; Birger, el noruego que preparaba una tesis sobre Vargas Llosa; la Casita de las Pirañas... La historia va calando casi al modo en que las ficciones generan la voluntad clara de seguir leyendo.

A medida que Sevilla pierde la fiebre, Nazario va desplegando alguna intimidad. Alguna mundanidad. Alguna maldad. Algún secreto compartido. Otras veces da cobijo a un disparate, como el relato del lance sadomasoquista en un piso de lujo de París, el delirante encuentro con un cura a la salida de una representación de Aída en Roma o la detención por escándalo público y exhibicionismo en unos lavabos del centro de Londres. "Me llevaron a una especie de cuartel y me encerraron en una minúscula habitación ¡acolchada!", recuerda el dibujante.

Por último, en esta espeleología emocional también hay seres con lugar especial. Entre ellos, el artista Alejandro Molina, fallecido en 2014, de quien se da cuenta del accidental encuentro de ambos en un viaje a Londres como arranque de una aventura en común de más de tres décadas. Pero también la prima Sacramento. La madre. El padre. Y el hermano Francisquito, su único hermano, "el hombre que con su muerte, seis meses después de la de mi Alejandro, me dejaría huérfano hasta del pasado (...) ¡Aaaaag, de nuevo la soledad, qué gran puta!", concluye Nazario.

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