Cultura

El Nuevo Ballet Español exhibe su virtuosismo en el Villamarta

  • Para pasar un buen rato, sin más

Hay gente que sigue acudiendo al Villamarta para mosquearse. Entendidos en la materia y aficionados al flamenco en general y en menor medida a la danza española que se sientan a ver los espectáculos acordándose, una y otra vez —como si se lo mandara el médico—, de que como cantó Terremoto y Carmen Amaya bailó, nadie. Apenas unos pocos elegidos de su gusto tienen una oportunidad ante su veredicto final, puesto que para esta parte importante del público el pasado siempre fue un tiempo muchísimo mejor, al parecer.  

Otro grupo menos numeroso, el de los no iniciados, se acerca al teatro en busca de algo mágico, una fuerza superior que según Lorca habita en las habitaciones de la sangre: el duende. Por tanto y a poco que no acompañe la velada, este sector suele salir decepcionado y sin saber explicarse qué tiene de especial el baile flamenco.

La mayoría, en cambio, como ocurre con los espectadores de cine, únicamente se preocupa de pasar un buen rato. Se conforma con coreografías trabajadas, lucidas e iluminadas, cante y música al fondo, y gente guapa, arriba y abajo del escenario. Los bailarines madrileños Carlos Rodríguez y Ángel Rojas es precisamente esto lo que defienden porque trabajan duro para propinar espectáculo, principalmente. Junto a Antonio Márquez y pocos más, son los únicos que se ocupan de la danza española contemporánea y con ella han demostrado que se puede llegar muy lejos. Sangre, la obra que presentaron anoche en Villamarta, derrochó técnica sin más argumento que la fusión de tradición y vanguardia con tres aliados: el flamenco, el clásico español y el contemporáneo. El repertorio está jalonado por variantes flamencas que en escasos momentos se reconocen a sí mismas porque todo se sacrifica a una estilística donde priman la fuerza y la habilidad. Escena tras escena se busca la acción, y en no pocas si hace falta se pasa de la sensibilidad del violín y el violonchelo al vertiginoso ritmo de la percusión, casi siempre por bulerías, sin ningún tipo de hilo conductor, en busca de la arista más comercial.

En su solo, Carlos Rodríguez, pletórico en la técnica, quiso recordar a Grilo en un endiablado baile por bulerías que al menos culminó con gracia y con algo más de fortuna que la que gozó Ángel Rojas por tangos. Sin sacar partido a sus brazos, este último decididamente se dedicó a meter los pies como si de una competición se tratara. Eso sí, ambos saben donde pisan y demostraron un control absoluto para ganarse el aplauso fácil con luces y gestos dedicados al público.

Más atractivo resultó el paso a dos que dividió la obra. Su pulcritud en los cruces a velocidad casi prohibitiva y la original puesta en escena fue de lo mejor junto a los  giros sobre sí mismos. La pretendida perfección absoluta, entendida como mecánica antes que como artística, la hallarían en compañía, todos con palillos, más sincronizados que de constumbre y ocupando el espacio para llenar el escenario. Otro aliciente para el espectador. Lo cierto es que cuanto más se alejaron del flamenco en busca de nuevas formas más convincentes resultaron sus propuestas y viceversa.

 Aunque la música careció de la emoción suficiente —por momentos monótona— y el cante no tuvo peso, la moderna puesta en escena y el esfuerzo en el terreno de la danza, a tres, a cinco y con toda la compañía, puso en pie la obra, cuanto menos trabajada y sin más pretensiones que el divertir. El cuerpo de baile regaló postales con las bailarinas, mejor conjuntadas y huyendo del terreno pantanoso. Y es indudable que los bailarines se dejaron la piel. La prueba está en que su baile llegó a ser por momentos frenético. Con ello, la mayoría encontró lo que buscaba y aplaudió a rabiar.

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