Cultura

Paisaje después de la batallaRonda de vampiresasLos ritos de paso de 'Nada'

  • Regreso al pasado. Martin Amis recupera en 'La viuda embarazada' el tono de sus libros más aplaudidos y vuelve a la sátira de costumbres para narrar, desde una mirada desmitificadora, los excesos y el sentido último de la revolución sexual de los sesenta Desde que vio la luz, la novela de Janne Teller ha sido bendecida por unos y temida por otros, que veían en ella unos contenidos "impropios" para los lectores más jóvenes

La última novela de Martin Amis deja de lado los ejercicios más o menos autobiográficos del tipo de Experiencia o Koba el temible, pero en el origen de la historia, según ha contado él mismo, está la muerte prematura de su hermana Sally, víctima de los excesos de la revolución de los años sesenta. La primera parte de La viuda embarazada, especialmente, está basada en vivencias reales de Amis, que comparte muchos rasgos con el protagonista, como la edad o sus frustraciones o su incipiente dedicación a la literatura. Pero el tono de la novela recupera el de sus libros más aplaudidos, con los que comparte la intención satírica, la crítica a los usos sociales y la ácida descripción costumbrista, aplicada a un entorno generacional cuya percepción ha ido cambiando. La prosa de Amis sigue siendo disolvente y su mirada no ha perdido perspicacia, sólo que la voluntad transgresora se orienta ahora en direcciones otras.

La novela empieza contando las peripecias de un grupo de jóvenes ingleses y norteamericanos que se reúne en un castillo de Italia para pasar las vacaciones de verano. Es el año 1970 y Keith Nearing, perfecto ejemplar de antihéroe, acaba de cumplir veinte años. Acompañado de su novia Lily y de una amiga de esta, Scheherazade, asiste en primera persona a los novísimos cambios en las costumbres sexuales, encarnados en un grupo de muchachas que ya no ocultan sus senos en la piscina y han pasado a decidir -no del todo libremente- cómo y cuándo entregarse a sus amantes, sin compromisos ulteriores. Esta es la parte más extensa, en la que el alter ego de Amis expresa sus obsesiones sexuales, a las que se dedica amplio espacio, pero también su familiaridad con la literatura inglesa -los diálogos contienen infinidad de citas y lecturas-, su ambición como escritor en ciernes y su miedo al fracaso.

Ahora bien, el relato, cuajado de entreactos y saltos en el tiempo, no tiene una estructura lineal. Tras un comienzo más o menos acorde al planteamiento de la novela tradicional, tenemos noticia de las evoluciones posteriores de los personajes hasta llegar al tiempo presente, con lo que la acción abarca casi 40 años. De cuando en cuando, la voz del narrador -que no es el protagonista, aunque cuente su historia- reflexiona sobre algunos de los hitos de la emancipación femenina en la década de los sesenta, "la década del Yo", pero también, hacia el final, sobre el paso y el peso de los años, sobre el modo como los cuerpos envejecen y se vuelven decrépitos, sobre la sorpresa de ver en el espejo -el culto a la apariencia física es otro de los temas que plantea la novela- un cuerpo tan cambiado que ya no se reconoce.

"El mundo que fenece -dice la cita preliminar de Alexander Herzen- no deja tras de sí un heredero sino una viuda embarazada". Lo que queda después de la revolución es perplejidad e incertidumbre, "una larga noche de desolación y caos". Los peores desvaríos aparecen ejemplificados en el personaje de Violet, un trasunto de la hermana fallecida, que experimenta en carne propia el potencial desestabilizador y autodestructivo de una forma de liberación que conllevaba nuevas formas de esclavitud, especialmente para los más vulnerables. La mirada crítica del autor respecto a los presuntos logros de esta liberación es deliberadamente polémica y no siempre resulta convincente, aunque tampoco cabe estigmatizarla por reaccionaria. La promiscuidad femenina, viene a decirnos Amis, no es ninguna conquista, pero nos queda la duda de si le parece igualmente indeseable en el caso de los hombres. Tampoco ayudan algunas afirmaciones aisladas que recuerdan peligrosamente el viejo sermón de la libertad y el libertinaje: "En tiempos de Keith, el sexo se divorció del sentimiento".

La novela contiene escenas de sexo desinhibido y numerosas menciones a la anatomía genital, pero no trata de ser erótica sino satírica. Es fresca e ingeniosa, pero no acaba de cuajar, ni por su tesis ni por su desarrollo. Está fuera de duda el talento narrativo de Amis, su brillantez verbal, su capacidad para contar una historia sin acogerse a procedimientos trillados. Pero hay algo inquietante en su metamorfosis de antiguo enfant terrible a moralista intempestivo. Tal vez inconscientemente o acaso no tanto, el novelista ha seguido los pasos de su padre, paradigma del viejo airado al que Martin se acerca a marchas forzadas. De este modo, si Kingsley se convirtió en un personaje atrabiliario a fuerza de impugnar su pasado comunista, el hijo ha decidido arremeter contras sus veleidades contraculturales de juventud, vaya en su favor que asumiendo un alto grado de autoparodia. Hay quien ha saludado esta nueva novela como una obra maestra y quien la ha despachado como una historia confusa, destartalada e innecesariamente dilatoria. Ni lo uno ni lo otro, La viuda embarazada es una novela inteligente y divertida, aunque por momentos pueda resultar banal e incluso cargante.

Martin Amis. Trad. Jesús Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2011. 498 páginas. 23,50 euros.

Una feliz coincidencia editorial trae a la mesa de novedades dos relatos de vampiros: el Vampirismo de E.T.A Hoffmann y La muerta enamorada de Théophile Gautier. Dos relatos cuyo prologuista es el mismo (el estupendo y ubicuo Luis Alberto de Cuenca), y cuyos vampiros tienen una singularidad característica, su naturaleza femenina, luego velada por el formidable éxito de Drácula. Éste es un asunto, el de la femineidad del Nosferatu, que el conde transilvano desdibujó para siempre en el imaginario del XX, y que sin embargo yace al fondo de esa figura arcaica, nocturna y excesiva. Mujeres fueron la Carmilla de Sheridan Le Fanu, la Olalla de Stevenson, La vampira de Féval, las hembras del Manuscrito encontrado en Zaragoza de Potocki, la devoratriz que Stoker imaginó para La madriguera del gusano blanco... Mujeres son, y de qué modo, las protagonistas de estos cuentos de terror y misterio que hoy glosamos.

Vampirismo y masculinidad, pues, parecen ir de la mano tras la publicación de Drácula, si bien es cierto que Polidori inaugura el género en 1817 con su pequeña novela El vampiro. Sólo Jack el Destripador alcanzaría una celebridad similar a la de Drácula en aquel Londres victoriano que ve nacer también a Sherlock Holmes y a Joseph Merrick, El Hombre Elefante. Hay otra particularidad, no obstante, que agrava el interés de esta publicación conjunta. En Vampirismo y La muerta enamorada podemos seguir el influjo que Hoffmann ejerce en la obra de Gautier, y ambos en el imaginario romántico que frecuentó el Mal como una forma de auscultar la realidad, y en suma, de perseguir una verdad neblinosa. Basta acudir a la pintura de aquella hora, desde Füssli a Gustave Moreau y Anglada Camarasa, para comprobar que la mujer y lo prohibido, lo femenino como tentador y diabólico, fue una de las máscaras predilectas que adoptó el misterio. Así, la Aurelie de Vampirismo (1820) y esta Clarimonde de Gautier, La muerta enamorada (1836), son herederas, en cierto modo, de la Eva y la Salomé que reprueba la Biblia; pero también, y de manera inequívoca, son los modelos que seguirán Stevenson, Le Fanu, Féval y el propio Stoker para imaginar sus bellos monstruos nocturnos. De ahí a las diabolesas de Barbey o las mujeres adúlteras de Flaubert sólo había un paso: aquél que abandona el Ultramundo para adentrarse en los salones galantes y en la pequeña burguesía de provincias.

Sea como fuere, en La muerta enamorada hay un aspecto crucial que luego retomará el Drácula de Stoker, la ambigüedad moral originada por esta insólita criatura de ultratumba. Muerta o no, Clarimonde es sólo una mujer enamorada y leal, a pesar de sus poderes maléficos. De igual forma, el doctor Van Helsing se preguntará, tras dar muerte al vampiro, si no se ha convertido en "un loco de Dios", tan cruel y bárbaro como aquél al que ha dado caza. No ocurre así en los otros relatos mencionados; pero la cuestión subyace a todos ellos: ¿por qué la maldad se presenta bajo el disfraz de la hermosura? ¿Por qué hay que destruir una belleza extraña, una belleza insomne, carnívora, espectral, en cuyo fuego nos consumiremos para siempre? Ése y no otro es el dilema, la promesa, el drama que se nos ofrece en la horrible caricia de las vampiresas.

Nada llega a nosotros precedida por la batahola del escándalo. Desde que viera la luz en Dinamarca, la novela de Janne Teller ha sido ensalzada por unos, que la han bendecido con socorridos premios de apoyo, y observada con temor por los contrarios, que han pretendido quemarla en las hogueras del silencio comercial. Los hechos serían éstos: el Ministerio de Cultura danés le concedió el premio al mejor libro juvenil en 2001; en respuesta, algunas librerías se negaron a ponerla en sus estanterías a causa de unos contenidos "impropios", dijeron, para una obra destinada a los chavales (ya saben, cerrar un libro es más fácil que apagarles la televisión o el ordenador). Hoy, pasada la borrasca, Nada despunta entre las lecturas recomendadas en los colegios de toda Dinamarca.

En zona francófona también se encendieron diversos focos de discordia. En Francia, el libro encontró el viento de cara por idénticos motivos, mientras en Bélgica lo laureaban, imagino, por las mismas razones. En Noruega sucedió otro tanto: varias escuelas religiosas de la región de Vestlandet se hicieron el signo de la cruz al par que entonaban un vade retro lastimero; en el resto de centros educativos noruegos, no obstante, entraba con absoluta tranquilidad en los planes de estudio. La guinda al pastel la puso el diario Die Zeit, que lo reconoció como el mejor libro publicado en Alemania el año pasado. La polémica, como sabemos, lejos de hundir el objeto de vituperio suele encumbrarlo a púlpitos que, por cauces normales, quizás le habrían quedado a trasmano. En la actualidad, Nada se ha traducido a una docena larga de idiomas y la mancha sigue extendiéndose. Ahora bien, ¿era para tanto el jaleo? Diría que no. Y diría más: si se abunda en ello existe el riesgo de malbaratar una lectura mesurada de la novela. Porque ¿qué tenemos realmente entre manos?

Janne Teller ha hecho una muy estimable incursión en una veta narrativa escasamente explotada, aunque visitada ya por Richard Hughes en Huracán en Jamaica (1929) o William Golding en El señor de las moscas (1954). Al igual que éstas, Nada plantea una situación de soterrada violencia en la cual los niños y adolescentes protagonistas pasan de víctimas a verdugos con una facilidad pasmosa. En contra de afeites y embellecimientos made in Hollywood, estas ficciones coinciden en presentar al ser humano, desde su más tierna edad, como potencialmente explosivo, no en tanto individuo, sino como miembro de la tribu. En los procesos de selección e integración, el grupo exige a veces pruebas inquietantes. Los protagonistas de Teller son una veintena de chicos entre trece y catorce años que asisten inquietos a la rebelión de un compañero, Pierre Anthon, que abandona la escuela con una sentencia apocalíptica en los labios: "Nada importa. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada. Eso acabo de descubrirlo".

Acto seguido, Pierre se encarama a las ramas de un ciruelo y pasa los días castigando a sus ex compañeros con ciruelazos y consignas de un nihilismo desestabilizador. La clase al completo decide contrarrestar tales ataques demostrándole que la vida sí tiene sentido. En una serrería abandonada, inauguran una especie de museo con objetos llenos de significado. A la nada de Pierre pretenden oponer el todo, pero la empresa no tarda en torcerse. Puesto que ninguno hace aportaciones de relieve, plantean la colecta de esta manera: cada miembro pedirá al siguiente algo de valor, importante, significativo. Empiezan con pequeñas cosas de las que, en cualquier caso, les cuesta desprenderse -sean unas zapatillas, sea una bicicleta-, y casi de inmediato, arrastrados por una inercia temible, se descubren reclamándose objetos cada vez más íntimos o acciones cada vez más exasperantes: un hurto, una concesión, una profanación, un sacrificio, etc. La barbarie, pasándoles los brazos por encima del hombro, se incorpora al juego.

El estilo directo, franco, típico de los relatos juveniles, convierte Nada en un artificio impactante. El planteamiento es impecable y sagaz, implacable y mordaz. Se trata de enfrentar a unos personajes a las consecuencias de sus actos sin los asideros de moralinas ni moralejas, de ahí que la lectura sea harto recomendable para los chicos y, por supuesto, para sus padres. La propuesta advierte de la peligrosidad intrínseca en ciertos valores absolutos. Quizás sea preferible desearlo todo sin esperar nada a, como sucede en nuestra sociedad, no desear nada y tenerlo todo. Imaginemos, sin embargo, lo beneficioso que sería prescindir de conceptos como todo o nada en el vocabulario de cada día.

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