Cultura

Tony Curtis: el imperecedero brillo de una sonrisa

  • El actor de clásicos como 'Con faldas y a lo loco' y 'El estrangulador de Boston' murió en Los Angeles a los 85 años

Sólo por las dos películas que interpretó con Jack Lemmon ya merecería Tony Curtis un lugar en la historia del cine y un monumento en nuestra memoria: Con faldas y a lo loco de Wilder (1959) y La carrera del siglo de Edwards (1965). En la primera era Joe, el músico de tres al cuarto que junto a su colega Jerry se travestían en Josephine y Daphne para escapar de los gánsters. En la segunda era el Gran Leslie, el seductor, caballeroso y níveo rival del calamitoso, cobarde y enlutado Profesor Fate. Entre esos dos años la carrera de Curtis alcanzó su cumbre en coincidencia con los últimos destellos del cine de los estudios de Hollywood y del sueño americano. El asesinato de JFK en 1963 y los de Bob Kennedy y Martin Luther King en 1968, con la guerra de Vietnam entre ambos, mató el sueño americano. Hacia mediados de los 60 la producción de los estudios, asediados por las leyes antimonopolísticas, hostigados por la televisión, desconcertados ante los cambios de gusto del público, había descendido a la mitad. En una coincidencia tal vez no casual, tras No hagan olas de Mackendrick (1967) y El estrangulador de Boston de Fleischer (1968), la carrera de Curtis fue declinando. Se extinguían a la vez un mundo, una forma de hacer cine y uno de los actores que mejor los representó.

Bernard Schwartz, hijo de un modesto sastre judío de origen húngaro que se crió en el Bronx de los años 30 y al volver de la guerra estudió arte dramático, se convirtió primero en Anthony Curtis y después en Tony Curtis al ser contratado por la Universal. Tras interpretar papeles secundarios desde 1948, se afirmó como promesa entre 1951 y 1955 en películas menores (El príncipe bandolero, El hijo de Alí Baba, El gran Houdini, Coraza negra) hasta que Trapecio, dirigida por el prestigioso Carol Reed y en la que compartió cartel con Burt Lancaster y Gina Lollobrigida, lo catapultó junto a Rock Hudson como el galán de la Universal y una de las más populares estrellas de Hollywood.

Aunque insisto en que bastarían Con faldas y a lo loco y La carrera del siglo para garantizar su lugar en la historia del cine, no puede olvidarse el papel que lo inscribió en la memoria épica de varias generaciones: el del valiente Eric enfrentado al perverso y tuerto Einar en Los vikingos (Fleischer, 1958). Y aún menos pueden olvidarse las comedias que lo convirtieron en uno de los rostros del American Way of Life con el que el mundo soñaba en los años 50. Éste es el Curtis de lujosos apartamentos para solteros, martinis, pantalones pitillo, corbatas estrechas, coches deslumbrantes, agendas llenas de teléfonos de azafatas o de profesoras de gimnasia y asistentas (Thelma Ritter, a ser posible) que no se asustan al recoger cada mañana medias y sujetadores de los sofás mientras apuran las copas que las urgencias amorosas dejaron a medio beber: el tipo del Bachelor in Paradise (Soltero en el paraíso) que popularizó la novela de Vera Caspary. Este es, sí, el Curtis más popular e identificable: el del ciclo de comedias que interpretó entre 1957 y 1967, enamorándolas a ellas, dándole envidia a ellos y divirtiendo a todos, y dirigieron su amigo Edwards (El terrible Mr. Cory, Vacaciones sin novia, Operación Pacífico), Mulligan (Perdidos en la gran ciudad, El gran impostor), Jewison (Soltero en apuros), Anderson (Salvaje y encantadora), Minelli (Adiós, Charlie), Quine (La pícara soltera), Rich (Boeing, Boeing) y Mackendrick (No hagan olas).

También hubo otro Tony Curtis más trágico pero no mejor actor -fue grande en la comedia y el drama- que brilló en The Defiant Ones de Kramer, Espartaco de Kubrick o El último de la lista de Huston, siendo sus dos interpretaciones dramáticas mayores las que hizo a las órdenes de Mackendrick en Chantaje en Broadway y a las de Fleischer en El estrangulador de Boston. Cuando rodó la última y creía, por el reconocimiento crítico a su talento dramático, que había alcanzado la cumbre de su carrera, empezó su declive. Era 1968. Ni el Hollywood que lo encumbró ni la América que representó eran ya los mismos. Desde ese momento hasta hoy Curtis fue el brillo de una sonrisa en la memoria. Eso sí: gracias a su talento y al de los directores con los que trabajó, ese brillo será imperecedero.

Dicho sea todo con un cariñoso recuerdo para Rogelio Hernández, Simón Ramírez y Manuel Cano que fueron sus espléndidas voces españolas.

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