crítica de cine

Entre un Torrente Scotch y un Ken Russell

Thriller, comedia negra, Reino Unido, 2013, 97 min. Dirección: Jon S. Baird. Guión: Jon S. Baird (Novela: Irvine Welsh). Intérpretes: James McAvoy, Imogen Poots, Jamie Bell, Joanne Froggatt, Eddie Marsan, Jim Broadbent, Emun Elliott, Kate Dickie, Shirley Henderson, Ron Donachie, Martin Compston, Iain De Caestecker, Pollyanna McIntosh.

No sé si la novela Trainspotting del escocés Irvine Welsh es oportunista o sincera en su tratamiento del drama de la drogadicción. No la he leído. Pero si sé, porque la he visto, que la película de Danny Boyle explotó superficialmente los aspectos más morbosos del infierno de la droga para hacer espectáculo con pretexto de realismo extremo y humor corrosivo. Es una opinión solitaria porque casi todos los colegas la celebraron como una aproximación sincera y desgarrada. Su éxito de taquilla y la filmografía posterior de Boyle puede que me den la razón. Ahora la adaptación de otra novela de Welsh (Filth en su título original, Escoria en la traducción española) parece indicar que este autor, al que sigo sin leer, tiene una especial complacencia en jugar con el tremendismo y el humor negro de forma aparentemente extrema. Aparente porque el éxito de público contradice siempre los propósitos transgresores. Trasgredir es violar una norma y la crueldad, la droga, el sexo, la violencia, la escatología, el juego bromista con lo horrendo y la suciedad son hoy normativas en una gran parte del cine comercial y de autor.

El policía protagonista es una especie de Torrente escocés -racista, machista, adicto a las drogas y al sexo, sucio, trapacero, amoral y hasta con su misma afición a las pajillas- que investiga a su modo un crimen para ascender a inspector. Que esta gracia supuestamente dura que juega con la violación, la droga, el asesinato, las relaciones con menores, la miseria o la marginación empiece caracterizando a su perverso protagonista con el mismo gag con el que Blake Edwards definía la maldad del profesor Fate en La carrera del siglo (pincharle el globo a un niño), y que un minuto después el retrato se complete mostrándolo tirándose un peo, avisa desde el principio de lo que nos espera: nada.

Las representaciones alucinadas, surrealistas o lo que quiera que sean son tan forzadas y torpes que resucitan una de las peores pesadillas que ha soñado el cine basura, en su día reverenciada como trasgresora y de autor por la crítica: Ken Russell. Lo que en Trainspotting la habilidad de Danny Boyle hacía parecer auténtico es desvelado aquí, a causa de la torpeza de Jon S. Baird, como una ruidosa superchería para epatar a un burgués encantado de ser epatado; y para recreo de los amantes del cine gamberro. Los guiños a Naranja mecánica son penosos (y por si alguien no los coge, como si Baird conociera a su público, se coloca el cartel de 2001 en el despacho del jefe). El episodio de Hamburgo retrocede de Torrente a Pajares y Esteso empeorados y nada arregla añadiéndole un epílogo alucinado. Lo peor es que sólo es el inicio de la parte más avejentada y torpemente visionaria de la película, que se corresponde a las cada vez más frecuentes alucinaciones del personaje. Es la apoteosis del difunto Ken Russell que esta película hace regresar de la tumba (comparación que sólo tiene sentido, lo sé, para quienes sufrieron The Music Lovers, Lisztomanía o Mahler). La moraleja de redención/inmolación final es, sencillamente, repugnante. Como es tan frecuente en este cine falsamente trasgresor el sentimiento sólo acierta a mostrarse como sentimentalismo cursi. La interpretación de James McAvoy es un puro fuego de artificio.

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