La crítica

Teatro de La Zaranda: más vivo y necesario que nunca ante el futuro que nos espera

La Zaranda en un momento de la representación en el Villamarta de 'La batalla de los ausentes'

La Zaranda en un momento de la representación en el Villamarta de 'La batalla de los ausentes' / Manuel Aranda

Acercarse a disfrutar una función de La Zaranda es arriesgarse a salir del teatro con preguntas en el alma. Es dejarse llevar por la estética propia de un mundo diferente. Entre frases avinagradas, monigotes que hacen las veces de fantasmas y mojigangas de tres actores en continua lucha con su suerte, apenas quedan resquicios para el sentido común. En esta última propuesta nos hablan de la batalla amañada que tenemos con la muerte y de cómo somos incapaces de batallar entre las trincheras de nuestras vidas. La lucha de la vida y la muerte tiene muchos frentes. Los frentes a los que acudimos a diario para darle sentido a todo. La Zaranda es capaz de hacernos pensar a través de sus historias con el beneplácito del mundo interior del teatro. Ese que, a diario, nos hace dudar de que nuestros caminos sean los correctos. El cerebro como eje. El cuerpo como mero transmisor de experiencias. Las ideas y los pensamientos en la línea de ser motores de nuestras vidas. En cuanto a la dramaturgia que defienden, solo podemos abrir los ojos y conmovernos con la crudeza y la burla despiadada que hacen de sí mismos y de todo lo que se mueve. Los movimientos escénicos se llenan de sentido cuando llenan de vida a objetos inanimados que cobran vida entre sus manos. Los diálogos expresan alma y los registros emocionales están parapetados en su peculiar dramaturgia y en una estructura teatral que tiene tal nivel que, se alza por encima de la realidad. Una estructura creada para ofrecer pistas, dejar caer datos y llenar de contenido el escenario. La puesta en escena dispara indirectas por todos lados. Con trajes militares, con coronas de laurel o banderines de regimientos. Pero en realidad, con la desnudez de los cuerpos, las coronas de flores de cualquier escena mortuoria y la bandera de la libertad enarbolada en primera línea nos quiere llamar la atención en cualquier momento. Ponernos en guardia. En alerta. Nos interroga sobre manera. Nos manda flechas envenenadas para que seamos capaces de esquivarlas o de dejar que se nos claven en el pecho y nos hagan retroceder unos segundos hasta caer heridos por sus afirmaciones. Una forma única de realizar un viaje introspectivo hacia lo que cada día nos hace dudar si es que somos capaces de poner en duda nuestra existencia.

Francisco Sánchez, Enrique Bustos y Gaspar Campuzano en otro momento de la representación. Francisco Sánchez, Enrique Bustos y Gaspar Campuzano en otro momento de la representación.

Francisco Sánchez, Enrique Bustos y Gaspar Campuzano en otro momento de la representación. / Manuel Aranda

Los de la Zaranda llevan años haciéndonos dudar. En esta ocasión se dedican además a hacernos avergonzar. Sobre todo por ese extraño afán por no quererse creer inmortal. No de otra manera se explica que el libreto sea tan contundente. Los propios personajes tienen la sana intención de retratarnos a nosotros mismos. El lenguaje corporal alcanza la osadía y nos desnuda a todos conforme avanza el espectáculo, porque el miedo y el olvido son acompañantes toda la vida en todas las circunstancias y en toda la función cada personaje nos mira en silencio. Todos tenemos enemigos y amigos en nuestro interior lo que acrecienta el valor del absurdo en esta dramaturgia de la amargura. Por eso el agrupamiento de compañeros de batallas, las trincheras y los despachos de ministros crean un ambiente sin aristas que está abierto a cualquier elucubración de los personajes remando contra la marea de los enfrentamientos entre las almas, ya sea vestidos de soldados, de pordioseros, de ministros de andar por casa. Corporalmente cansados, con hombros caídos y pelvis arrastrándose por los bajos fondos, las trincheras o las alcantarillas. Brazos sin movilidad. Piernas dobladas hasta el punto de arrodillarse con el peso de la mochila que la columna lleva a cuestas y las espaldas soporta con jorobas. Pies sin fuerza sino para arrastrarse por la escena para estirar cuellos sin ganas de soportar el cráneo. Es la estética de los personajes en busca de un espectador. La de la embriaguez de los sentimientos antes de salir de manera desgarrada por las gargantas roncas de actores perfectamente preparados para emitir sonidos, en forma de diálogos, que no son sino una letanía de cantos apocalípticos de nuestra existencia, con la parafernalia de los sonidos de personajes embebidos de ellos mismos que con lengua viperina emiten frases made in la Zaranda y silencios tan elocuentes como necesarios en el tempo de sus subtextos. Lo que dicen es el sentido de su libreto. Lo que no dicen es fundamental para entender el mensaje. La reiteración de palabras, como bandera del diálogo de necios, en su justa medida, es seña de identidad. Los silencios, las risas sardónicas, los gestos desafiantes y las estatuas corporales aderezadas de mojigangas de las caras que relucen como el sol de Andalucía en la tierra del teatro más inestable que se conoce en los templos de las artes escénicas, son filosofía de la esencia de esta compañía para hacer llegar sus inquietudes a sus espectadores. El alma de los que quieren hacer teatro para desenmascarar a las otras almas que pululan por todos lados.

Los integrantes de la compañía de teatro jerezana sobre las tablas del Villamarta. Los integrantes de la compañía de teatro jerezana sobre las tablas del Villamarta.

Los integrantes de la compañía de teatro jerezana sobre las tablas del Villamarta. / Manuel Aranda

La iluminación consigue retratar la oscuridad de nuestras miserias. Filtros que llenan huecos. Cenitales que agrandan sombras. Luces tenues, ocres y frías que dibujan soldados de la vida en busca del enemigo de la muerte. Militantes de ideas desquebrajadas que no tienen otro reclamo que la propia supervivencia en un mundo hostil. El ensamble perfecto entre iluminación y atrezzo hace posible una simbología llena de matices como siempre han defendido. Los claros y oscuros del esperpento más exagerado tienen la fuerza de siempre y no por ello dejan de ser interesantes. Los cruces, los recorridos y el uso del espacio total consiguen mantener el nivel visual por encima del sonoro. La verdad de la compañía echa puesta en escena. Un prólogo llamativo y prepotente con un nudo dramático más sesgado hacia la verdadera función de la lucha vacía y diaria de la lucha continua hasta morir que lleva a un desenlace lleno de amor al teatro con más talento en cualquier mínimo movimiento escénico que en miles de juegos militares de la memoria histórica y sin tener que dar explicaciones por si nos quitan la esperanza pero nunca nuestra dignidad. Personajes que se ríen de los espectadores. De todos los humanos. Empeñados en hacernos pensar con la verdad encerrada por igual en cada personaje de carne y hueso, en cada muñeco de trapo con los que conviven y con todos los espantapájaros que, como personajes encargados de espantar miedos y sombras nos obligan a reírnos por no llorar en el verdadero juego de la vida hecho fantasía. Genial y a la vez, raro, que Andalucía, y alguna de su gente, sea capaz de hacer pensar de manera tan sutil. Un motivo más para permitir seguir buscando respuestas en el mundo que La Zaranda propone para que, al menos, seamos conscientes de que la muerte real no hace otra cosa que carcajearse a diario de nosotros.

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