Cultura

La destrucción, el fuego

  • Braulio Ortiz Poole publica 'Defensa del pirómano', un arriesgado y conmovedor ejercicio de introspección con el que inaugura su trayectoria de poeta

Autor de una novela de corte experimental y presentación un tanto inhóspita, Francis Bacon se hace un río salvaje (2001), con la que obtuvo el Premio Andalucía Joven de Narrativa, y de una mucho más interesante colección de relatos, Biografías bastardas (2005), el escritor y periodista del Grupo Joly Braulio Ortiz Poole (Sevilla, 1974) acaba de publicar su primer libro de poemas. Lo primero que llama la atención, como sugiere en su prólogo Miguel Florián, es la madurez de una voz poética que aparece ya desde el principio perfectamente modulada, por el dominio de los procedimientos del verso y, sobre todo, por la intensidad y el vigor de la historia que nos cuenta. No parecen los versos de un debutante, aunque de hecho lo sea, y por lo demás el repertorio de citas que acompañan a su Defensa del pirómano revela la familiaridad de Ortiz Poole con la obra de poetas de las últimas promociones como Javier Rodríguez Marcos, Antonio Lucas, Carmen Jodra, Juan Manuel Gil, Pablo García Casado o Joaquín Pérez Azaústre. Parece claro, así pues, que el autor sigue de cerca a los poetas de su generación, y cabe por tanto presumir que su interés por el género no se limitará a una incursión circunstancial en el mismo.

Ya hemos aludido a la cualidad narrativa de esta Defensa, porque en efecto es una historia, más o menos velada, lo que aquí se nos cuenta, desglosada en episodios que recorren el tortuoso itinerario de un yo poético que se desnuda ante nuestros ojos para enfrentarse, son sus palabras, a la imagen que le devuelve el espejo. El libro tiene por ello una profunda unidad, un discurso articulado que no resulta de la yuxtaposición de impresiones líricas aisladas, sino del acopio de materiales significativos con los que reconstruir a un tiempo el autorretrato del hombre y la prehistoria de su configuración, que tiene siempre, independientemente de la circunstancia, algo de traumática. "Me vestisteis con el traje de la culpa. / Me atasteis una sombra tiznada de pecado. (ý) Sobreviví a vosotros. / Sabedlo. / No pudisteis conmigo". La disidencia tiene una dirección concreta -son audibles los ecos del Cernuda de anteguerra, el más insatisfecho, transgresor y vanguardista-, pero la figura del pirómano remite en general a "toda clase de paria". Es un proceso de autoafirmación dolorosa, que contiene imágenes de enorme fuerza expresiva, dictadas por un "ánimo flamígero". Palabras como puños, versos como cargas de profundidad contra el pasado que nos marca y a la vez nos repele, porque no es posible habitar siempre la edad de la inocencia, porque el niño es, sí, el padre del hombre, y por eso hay que darle muerte.

"Existir es edificar y derruir", dice Florián. En efecto, toda vida es una ruina incesantemente parcheada, el oficio de vivir se basa en el principio de la demolición permanente. Nunca recuperaremos la pureza original, pero es imprescindible la destrucción, el fuego. Poseído por una suerte de honestidad brutal -"Son necesarios los oscuros pozos para extraer agua cristalina"-, Ortiz Poole ha llevado a cabo un autoexamen implacable, un ajuste de cuentas que atraviesa territorios desolados pero no se refugia en la nostalgia ni se instala en el rencor ni exhibe la pesadumbre, pues la voz del poeta es en última instancia celebratoria, y el itinerario que empezó con el necesario Infanticidio, anuncia hacia el final el abandono de "la casa de Caín", dado que el haber nacido no puede ser un delito, y es mucha la "sed de vida". Ya la luz no proviene del fuego, ya no son necesarios los fósforos del odio. Defensa del pirómano plantea un conmovedor ejercicio de introspección, una mirada a los demonios personales en la que cualquiera, he ahí su valor, puede reconocerse.

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