Cultura

"Lo más importante no es lo que es, sino lo que los sueños son"

  • El escritor de periódicos Manuel Vicent abarrota el salón de la Fundación con unas historias ficticias encadenadas que son reales, o no, o quién sabe, o a quién le importa: literatura

Manuel Vicent y Nieves Vázquez Recio cerraron la jornada de ayer con una charla sobre sus experiencias con el cuento.

Manuel Vicent y Nieves Vázquez Recio cerraron la jornada de ayer con una charla sobre sus experiencias con el cuento. / fotos: vanesa lobo

La Virgen de Fátima se llamaba Mary Wilkins, probablemente ya murió, y era de Brighton. Y probablemente ya murió porque fue en 1981, y de eso ya hace mucho, cuando estaba en un velador de Lisboa comiendo pollo. Se le acercó un español y le preguntó si era la Virgen de Fátima y ella explicó que tenía 17 años cuando por Brighton apareció un topógrafo de unos veintipocos años, Rodrigo. Se enamoraron y Mary se fue con Rodrigo a vivir a Portugal, a Lisboa. A él le salió un trabajo para hacer unos estudios sobre una carretera secundaria que se iba a construir cerca de un lugar llamado Cova de Iria. La pareja, Mary y Rodrigo, dormían en una tienda de campaña y una noche se desencadenó una tormenta. Jarreaba y Rodrigo se fue a revisar sus aparatos. Mary, una niña de 18 años, la única hembra que en aquella época, seguramente, vestía de blanco en Portugal, salió de la cabaña bajo la lluvia a corretear y a jugar. Se subió un árbol. Y por allí aparecieron unos pastorcillos que buscaban su ganado bajo la lluvia y la vieron a ella blanca, resplandeciente, pelirroja. Preguntaron su nombre y ella dijo María con el acento de Brighton. Hablaron ellos portugués y ella en portunglish, lo que podía sonar del ultramundo, es cierto. Querdaron en jugar las dos siguientes noches. El topógrafo terminó su estudio topográfico y se fueron a visitar a la familia de Mary a Brighton. Al regresar, en Fátima había medio millón de personas. "¿Cómo iba a parar yo eso?", le dijo Mary, que ya tenía ochenta años, en aquel velador de Lisboa, a Manuel Vicent (Castellón, 1936), que estaba realizando un trabajo sobre los países que aspiraban a entrar en Europa. "Es más, yo soy una gran devota de la Virgen de Fátima", culminó Mary.

¿Es realidad, es ficción? "Yo no lo puedo saber, pero sí les puedo decir que esa conversación existió tal y como se la estoy contando". Vicent era la estrella de ayer en la programación de la Fundación Bonald y el público respondió al reclamo. Son generaciones acostumbradas a esta firma que empezó en el diario Madrid de casualidad, en una noche de visita en una redacción -"¿por qué no envías algo?"- de humo y coñá. Su primer artículo, qué casualidad, fue sobre el dictador portugués Salazar, se acababa de morir. "Nunca pensé que me interesarían los periódicos. Soy escritor, que es lo que nos hacemos los que no sabemos hacer otra cosa. No sabes hacer nada y te dices pues voy a salvar el mundo". Pero suyo es el valor de devolver la literatura con mayúsculas a los periódicos, igual que, como le comentó a Cebrián, entonces director de El País, los grandes novelones del XIX salieron de los periódicos en folletones. Pero en versión comprimida: "Lo que se puede decir en cien folios se puede decir en uno. Y en un artículo en menos. Al tener que decantar, las palabras cobran un mayor protagonismo, cada una de ellas es importante".

Eso es con lo que se gana la vida, pero la esencia sigue siendo la misma que cuando a los siete años se subió a un pilastre sobre una alberca y se cayó de espaldas, se golpeó en la cabeza y entró en coma. Durante seis días en el pueblo estuvo esperando Trinitario, el que fabricaba los ataúdes, para ver si se marcaba uno blanco con chinchetas doradas, que era la moda de la época para los niños muertos. Pero al séptimo día el pequeño Vicent despertó. "Había estado al otro lado y eso me daba mucho caché entre los niños y las niñas de la escuela del pueblo. ¡Estar al otro lado! Y a mí me daba para recrear historias del otro lado".

Ahí situó Vicent su trayectoria vital, en la importancia del sueño, como aquel celador de Herrera de la Mancha que le contaron que perdió la visión de una subida de azúcary se quedó ciego y sólo veía cuando soñaba, recreándose en sus jornadas laborales en la prisión. Su única mirada era su sueño.

O el sueño que tenían los devotos de la virgen de su pueblo, otra vez las vírgenes. Vicent, contó ayer tarde, era monaguillo y una de sus principales aficiones era levantar las faldas de las vírgenes. Pero debajo de las faldas sólo había cuatro palos. Se lo decía a sus amigos cuando salían a ver a su virgen en procesión y a pedirle milagros y curas. "Pero si sólo son cuatro palos, debajo sólo hay palos", decía el joven Vicent. Pero quién era él para redimir de sus sueños a sus amigos, a sus familiares. La virgen era la virgen, como la mismísima Mary Wilkins, la chica pelirroja de Brighton que, lo crean o no, era la mismísima Virgen de Fátima, "yo la conocí en persona".

Qué mejor manera hay de hablar de literatura que contando historias. Buenas historias. Las de ayer tarde fueron muy buenas.

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