La ciudad de la historia por Eugenio J. Vega y FCO. Antonio García

Nuestras gentes y lugares en la Antigüedad, un recorrido curioso (y IV)

ESTAS que hemos venido repasando son algunas de nuestras tierras y gentes en la antigüedad. Las antañonas sombras del inhóspito occidente se desvanecieron pronto; bastó con disfrutar de la bondad del clima y la riqueza del suelo. Eran los nuestros, como lo son ahora, lugares de ensueño; si no, no hubieran convertido los romanos a Itálica (a lo que fue en origen un simple asentamiento, hospital de soldados heridos), primero, en un municipio floreciente y, luego, con Adriano en una famosa colonia, de veraneo, diríamos, de gente rica. Ni Híspalis hubiera sido para Ausonio (en el siglo IV d. C.) la undécima ciudad en importancia de toda la tierra, antes que la propia Atenas. Verdaderamente a muchos extranjeros las aguas del Olvido, las del río Lete, las del Guadalete, les hicieron efecto, porque ya no se acordaron de su patria, envueltos en las delicias de la nuestra, de esta Bética que, según Estrabón (III 1, 6; y cf. Filóstrato, Vida de Apolonio de Tiana V 6), nada tenía que envidiar a las más fértiles y ricas de la ecumene (la tierra habitada). Leamos el texto original:

"(...) ninguna otra la supera por la extraordinaria calidad de sus productos terrestres y marítimos. Es la tierra por la que corre el río Betis (...). Por el río la llaman Bética y por los que la habitan Turdetania: a estos habitantes se les da el nombre de turdetanos y túrdulos (...). De Turdetania se exporta trigo, mucho vino y riquísimo aceite".

Pero también debieron agradarles nuestras gentes entre todas las que habitaban aquella Iberia que ya a Estrabón (III 1, 3; y cf. II 1, 30 y 5, 27) le parecía "una piel de buey extendida longitudinalmente de oeste a este, con sus partes delanteras hacia oriente". Que eran cultos y ajenos a la barbarie de los pueblos de la costa del norte, "de los calecos (>gallegos), astures, cántabros y vascones", lo documenta otra vez Estrabón (III 1, 6), cuando expresamente certifica:

"Son considerados (los túrdulos o turdetanos) los más sabios de todos los iberos; conocen la escritura y poseen obras escritas sobre su historia, poemas y leyes en verso de seis mil años de antigüedad".

En contraposición a estos, aquellos norteños tenían "el mismo género de vida" (Estrabón III 4, 16 s.), un género de vida ciertamente peculiar: dormir en el suelo, llevar los pelos largos como mujeres, comer pan de bellota, beber cerveza (tráigase a colación la celia o caelia, especie de "poción mágica" de los numantinos: Orosio, Historias V 7, 13 s.; Plinio XXII 164) o no usar la moneda, aparte de otras "menudencias" como la de lavarse cuerpo y dientes con orines (lo que también nos dice Catulo en sus poesías) y practicar una ruda costumbre (sobre todo para las mujeres) similar a la covada11. Aunque en honor a la verdad no creemos, por ejemplo, que la ginecocracia de los cántabros fuera "un régimen impropio de la civilización" (¡la vieja mentalidad propia del Yambo de las mujeres de Semónides!), ginecocracia celtibera, por cierto, que junto con otros detalles hay quien pone en relación con las amazonas "escitas" y con la antigua Iberia del Cáucaso (Estrabón XI 2, 19; y recuérdese la tan propalada teoría vasco-iberista).

Y que nuestros más viejos antepasados eran tranquilos lo demuestra el hecho de que, con el emperador Augusto, la Bética fue declarada provincia "senatorial", mientras la Tarraconense y la Lusitania, por ser levantiscas y "de mala conducta" (Inquietos Vasconas, escribe Avieno 251; y bruta [...] Vascorum gentilitas, Prudencio, Peristephanon I 94; y cf. Paulino de Nola, Poemas X 218), quedaron como "imperiales" y, por tanto, ocupadas por legiones romanas. Escuchemos a nuestro guía griego (Estrabón III 2, 15):

"Además de la fertilidad de la tierra son inseparables de los turdetanos las costumbres civilizadas y el sentido político (...). Los de las riberas del Betis se han convertido completamente al género de vida de los romanos y ya ni siquiera se acuerdan de su propia lengua. Los más se han hecho latinos y han recibido colonos romanos, hasta el punto de no estar lejos de ser ya todos romanos".

Pacíficos turdetanos, pacíficos siempre, también cuando llegaron los moros. Blas Infante (junto con una buena parte de los estudiosos de hoy día) pensaba que el paseo triunfal por nuestras tierras de aquellos pocos musulmanes que cruzaron el estrecho se debió a que no invadieron, sino que fueron entrando, casi como invitados, por un pueblo acostumbrado a las visitas, a quien no importó la llegada de nuevos vecinos. Curiosos y pacíficos andaluces. Pero si había que luchar, se luchaba. Asta y Gades presenciaron e intervinieron en los enfrentamientos entre Roma y los lusitanos del gran Viriato. Y Tito Livio y Apiano nos narran el desastre de Astapa (Estepa) por mantenerse fiel a los cartagineses contra la potente ciudad eterna. Pero, en definitiva, "la romanización más intensa y temprana (escribía R. Lapesa) fue la de la Bética, cuya cultura, superior a la de las demás regiones, facilitaba la asimilación de usos nuevos".

Y si nos referimos a nuestra manera de hablar, quiero apuntar algo. Esos rasgos tan peculiares de nuestra modalidad lingüística, también los esgrimen, cómo no, los tenaces defensores de una supuesta raíz musulmana que, según ellos, todo lo invade a nuestro alrededor hasta llegar a nuestra misma sangre. Olvidan que sus antepasados difícilmente pueden ser agarenos (muchos y muy insignes lo han demostrado ya, entre ellos don Emilio García Gómez) y que lo más seguro es que los troncos de sus árboles genealógicos hayan brotado mucho más al norte, en Cintruénigo, Mondoñedo, Frómista o Las Encartaciones.

Pues bien, resulta que el historiador Elio Esparciano en su biografía del emperador Adriano (Historia Augusta I 3, 1), natural de Itálica como Trajano (según Apiano, Sobre Iberia 38; o nacido en Roma pero educado, en cualquier caso, en Itálica), nos cuenta entre otras muchas cosas que su madre fue Domicia Paulina, de Gades, y que en el Senado se rieron de él por su "ruda pronunciación" (agrestius pronuntians) del latín. ¿Y por qué "ruda"? Pues contamos con unas líneas de Cicerón (Defensa del poeta Arquías X) que nos vienen, creo, como anillo al dedo. Refiriéndose este autor a unos poetas cordobeses (Cordubae natis poetis), describe su pronunciación como pingue quiddam sonantibus atque peregrinum. Lo de peregrinum parece claro: su acento sonaba "extraño, extranjero"; pero en cuanto al pingue hay más dudas. "Pastoso", "rudo", "tosco", "gangoso", traducen algunos (lo que en efecto puede significar en determinados contextos el adjetivo). En realidad, pinguis significa, llanamente, "gordo" y no parece desacertado sugerir que aquella "habla gorda" de los cordobeses y aquel dejo provinciano del futuro emperador del que se burlaron los senadores debía de ser nuestro simpático ceceo, retrotraíble, por tanto, a un substrato prerromano en nuestra fonología.

Pero ya basta. Puede que todo lo arriba dicho nos ayude a entendernos mejor. Quizá sea esta una buena manera de romper ese círculo cerrado en que más de una vez se ha convertido la Filología Clásica. Ojalá piensen nuestros lectores, como el amigo del poeta Catulo (I 4), que "estas tonterías tienen algún valor". Corren malos tiempos para las letras griegas y latinas. Petronio en el Satiricón le echaba la culpa de la decadencia cultural al ansia de dinero. Ni siquiera en esto somos originales. A veces uno reclamaría para sí la prosa de Tucídides o Salustio para denunciar tanto atropello a las humanidades.

Para acabar, las palabras de otro gran maestro, J. S. Lasso de la Vega: lo que nos anima al mirar a los clásicos es descubrirnos en ellos a nosotros mismos, para así apropiarnos del pasado y configurar el futuro.

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