Lectores sin remedio

El ocaso del imperio

El ocaso del imperio. El ocaso del imperio.

El ocaso del imperio.

Desde la ventana puede ver entre los picos las últimas nieves que el tibio sol de primavera aún no ha logrado fundir. Él, arrebujado en una manta, achacoso de mil dolores y cicatrices, espera y recuerda. Retirado en aquel rincón de La Rioja, después de tantos afanes, de guerras, viajes, estrecheces e intrigas solo le queda la memoria pero también el olvido. Después de toda una vida al servicio del imperio, nada le queda salvo ese rincón de la tierra que lo vio nacer, allá por 1518, y que será también la que lo cubra, porque ya solo espera a la muerte. “Yo, Ioan de Spinosa, humil vasallo de Vuesa Magestad, dize que hauiendo partido de su corte por el mes de abril del año presente con orden de Vuesa Magestad para boluer a servir a Venecia, se puso en camino y siguió su viaje con harto trabajo y necesidad, por no hauer querido ser molesto a Vuesa Magestad en demadalle ayuda de costa y que llegado a Milán cayó malo de calenturas…”, escribía en 1565. DESDE la ventana puede ver entre los picos las últimas nieves que el tibio sol de primavera aún no ha logrado fundir. Él, arrebujado en una manta, achacoso de mil dolores y cicatrices, espera y recuerda. Retirado en aquel rincón de La Rioja, después de tantos afanes, de guerras, viajes, estrecheces e intrigas solo le queda la memoria pero también el olvido. Después de toda una vida al servicio del imperio, nada le queda salvo ese rincón de la tierra que lo vio nacer, allá por 1518, y que será también la que lo cubra, porque ya solo espera a la muerte. “Yo, Ioan de Spinosa, humil vasallo de Vuesa Magestad, dize que hauiendo partido de su corte por el mes de abril del año presente con orden de Vuesa Magestad para boluer a servir a Venecia, se puso en camino y siguió su viaje con harto trabajo y necesidad, por no hauer querido ser molesto a Vuesa Magestad en demadalle ayuda de costa y que llegado a Milán cayó malo de calenturas…”, escribía en 1565. Sus recuerdos se agolpan en tropel en su cabeza. Aquellas fiebres por poco se lo llevan por delante. ¡Y Venecia! A la que por fin, después de dos meses, “en que se puso en nuevas deudas”, pudo arribar para ponerse de nuevo al frente de toda la información sobre la construcción de la armada y de los movimientos que el Turco preparaba para castigar las costas de la cristiandad. Venecia era un hervidero de espías, de buitres al acecho de noticias que él bien sabía hacer llegar a la secretaría del emperador y después de este a la del gran don Felipe II.

“Por las últimas cartas que esta Señoría tiene de Constantinopla de 24 hasta 30 de agosto, se entiende que el Turco hauía mandado que se fabricasen de nueuo quarenta galeras…”. A sus sesenta y dos años repasa toda su vida. Su bautismo de armas, cuando apenas contaba con diecisiete años, en la guerra de Túnez que el emperador conquistó, o acompañando a don Pedro González de Mendoza en las guerras del Piamonte, o cuando tuvo que sofocar a la infantería española amotinada, hasta su asentamiento en Venecia, como “secretario de la cifra y de las cosas de Estado”. Pasa por su memoria como en postales toda la geografía de Europa en la que guerreó: Francia, Sicilia, Nápoles, Toscana, Romagna, Lombardía, Piamonte, Flandes y Alemania. Y siempre con peticiones de amparo para su necesidad y para saldar deudas contraídas al servicio del imperio: 150 escudos de renta; merced de 200 escudos concedido por don Gabriel de la Cueva, gobernador de Milán; al menos 20 escudos para cubrir los gastos de aquellas malditas fiebres de Milán… 

En 1580 publica Juan de Espinosa el ‘Diálogo en laude de las mugeres’, y confiesa: “algunos errores tocantes a la orthographía o cosas semejantes, excúseme el no podello emendar  la enfermedad grave con que al tiempo que se imprimía yo me hallaba”. Cae la tarde y con ella ese sol de primavera que no alcanza a calentar a un viejo olvidado por la historia. Tres siglos y medio más tarde otro viejo español escribiría uno de sus últimos versos: “estos días azules y este sol de la infancia”. 

Los irresistibles “olores y sabores” de la novela negra

Hace unos días recibía una invitación por parte de un conocido restaurante italiano, para degustar un menú homenaje a la gran escritora norteamericana, aunque veneciana de corazón, Donna León, creadora del comisario Brunetti, gran amante de la cocina. No hacía mucho el mismo restaurante había iniciado tan atractiva propuesta con un homenaje en Madrid a Camilleri, por lo que deduzco que la iniciativa tendrá aún más recorrido en el tiempo. Pero les comento esto porque me parece relevante que ideas como la anteriormente mencionada, ponga en un primer plano para el público en general, la relevancia que la gastronomía tiene dentro del universo de la novela policiaca o negra, si prefieren este último término. Y ya que estamos en ello cómo no mencionar al gran cocinero y escritor Xabier Gutiérrez, al que se le atribuye haber inaugurado en nuestro país eso que alguno ha denominado “gastronomic noir”, con una tetralogía, “Los aromas del crimen”, de las que hasta ahora se han publicado los libros ‘El aroma del crimen’, ‘El bouquet del miedo’ y ‘Sabor Crítico’, todas protagonizadas por el subcomisario de la ertzaintza Vicente Parra.

No, la novela policiaca o negra, como quieran, no está, que también, impregnada solo de los aromas del tabaco, el café, o el bourbon sino por el de la variada gastronomía en la que sus personajes nos introducen a los lectores. La verdad es que no podemos imaginarnos las novelas de Maigret sin sus rondas por incontables bares o restaurantes de París o a nuestro Pepe Carvalho sin sus devaneos con la gastronomía catalana, y así podríamos seguir con una lista tan larga como apetecible. Pero como sería imposible en estas breves líneas, seamos realistas, abarcar en su totalidad esa faceta gastronómica de este afortunado género literario, nos despediremos con el detective Nero Wolfe creación de Rex Stout, quien en el libro “Demasiados cocineros” nos deja un ejemplo sublime de esa íntima relación entre la novela negra y la gastronomía. Ramón Clavijo Provencio

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