Teatro

La obra, mezcla pictórica y teatral, consagra a un Echanove colosal

  • El Villamarta se convierte, por momentos, en la Capilla Sixtina del teatro

Juan Echanove y Ricardo Gómez, en plena actuación en el Villamarta.

Juan Echanove y Ricardo Gómez, en plena actuación en el Villamarta. / Vanesa Lobo (Jerez)

Cuando hay un texto bastante creativo y con contenido, un subtexto rico en matices de tipo personal y social, una escenografía apropiada para el libreto, una música que acompaña a una iluminación digna y una puesta en escena dinámica y a la vez nada atolondrada, se dan los elementos básicos para que una obra de teatro tenga sentido. Pero cuando además asistimos a una interpretación magistral como la de un Echanove, donde hasta las pausas y los silencios eran obra de arte, estamos ante una producción inolvidable en todos sus aspectos.

El actor, los dos actores, en este caso, como capitanes de un barco, o mejor dicho un submarino en el fondo del mar de la ciudad, para llevar a buen puerto la propuesta comercial de un John Logan acostumbrado al éxito con otros guiones, y que en esta ocasión, se sumerge en un mundo de lienzos y pinturas que son el espejo del alma de sus autores. Más que de teatro habría que hablar de artistas y de emociones. Más que de pintura habría que hablar de lienzos que son los espejos en donde se miran las almas. Más que de movimientos escénicos habría que hablar de danza y bailes soñando con los pies en las tablas y las manos con una brocha.

Elementos alegóricos y simbólicos que lo son todo y que convierte por hora y media al teatro Villamarta en taller de pintura creativa a imagen y semejanza de los estudios renacentistas de Caravaggio o Rembrandt. Como trascendencia de emociones aparece totalmente justificado el recurso de que el taller de pintura en que se convierte el escenario rompe la cuarta pared para hacernos ver que de las butacas del teatro cuelgan lienzos y lienzos, capaces de dar sentido a la vida del artista, otorgando al espectador el guiño de su presencia, y haciendo que las cientos de almas de los presentes en el patio de butacas colaboraran activamente a dar más realismo a la visión de bastidores colgados entremezclados con el rojo púrpura de los asientos del Villamarta.

El escenario capta perfectamente la atención del espectador y además, en esta obra, el espacio escénico es un elemento imprescindible del código teatral. Decorado, e iluminación hacen el resto porque la reproducción del lugar, la amplia gama de objetos alusivos a una sala de bohemios de la pintura, las estilizaciones de cuadros en vertical y en horizontal, crean un ambiente acogedor y circular con el patio de butacas, donde la falta de luz es sustituida por la luz que emana de los cuadros, haciendo que predomine el rojo, como color primario, para romper moldes, para crear sensación de fuerza, de sol, de calor y de sangre. Pero también para hacer ver que es un color de la labilidad emocional llevada a la enésima potencia. Un color que es capaz de teñir, escenario, proscenio, lienzos, butacas y paredes de un Villamarta aderezado de rojo pasión para la ocasión, asumiendo sin complejos el toque de provocación añadido con que el tremendo actor principal se encarga de embadurnar en todo momento.

Una obra donde las emociones hacen posible que conozcamos a los personajes desde su presentación al exponernos sus ideas, sus formas, sus tonos, de una manera gradual, pero donde los espectadores nos imbuimos por introspección y nos vamos metiendo en sus entrañas de manera progresiva con el añadido de que se contextualiza perfectamente en un país como el norteamericano, lleno de migrantes, en busca de fortuna, como hace el pintor protagonista, pero donde las cloacas de sus intenciones pictóricas son el desencadenante de la trama del subtexto teatral.

El personaje principal no deja de ser un ser humano bipolar, pintor de emociones, descontextualizado, narcisista, alejado de bullicios, fiestas y demás superficialidades pero que encerrado en su estudio submarino, alejado de las luces neón pinta lienzos pero sobre todo define con pintura su propia vida. Cada uno de los actores presentes deja entrever sus dilemas morales y sociales en el currículum oculto de la vida interior que se asoma en el subtexto. Estas se reflejan perfectamente en los estados de ánimo de Juan y Ricardo. Porque los estados de ánimo no dejan, durante toda la obra, de ser lumbre para la hoguera de sus vanidades, lo que hace que cada uno vea el mundo no como es sino como lo siente en su yo interior.

Las emociones que ambos rebosan acaban cargando el ambiente del Villamarta de amor por la pintura y devoción por los colores, creando una realidad anacrónica a imagen de la Sixtina de Miguel Angel. Una escenografía planteada a modo de burbuja urbana, de catedral del mar de los colores, de cárcel inspiradora, de refugio antiaéreo de nuevas tendencias, oscuro, sin luz natural que engañe a la vista y al alma. Tenemos la suerte de ver la realidad de un taller de pintura enterrado en el subsuelo de la ciudad sin un atisbo de luz ni de cielo.

Unos movimientos de actores cuidados, simétricos, con cruces estudiados, con ayudas en las líneas imaginarias de diálogos y unas perfectamente ensambladas maneras de comunicación no verbal pasiva cuando al otro actor se le escucha sus monólogos, conforman lo que deberíamos entender como una dirección de actores en movimiento sencillamente genial.

Una obra en que deja entrever el fondo real de todo lo que hay de trabajo personal, de toma y daca para modelar a los personajes, pues el duro discurrir psíquico que en todo momento se plantea, hace más veraz la obra, anclada en los cimientos de andamios de madera de las salas de los grandes pintores de todos los tiempos y personificada en un actor como Echanove, con una credibilidad en el escenario digna de los mejores del Parnaso, tanto en registros vocales, como en corporales, tanto en guiños a la comedia como en los momentos dramáticos, tanto en los parlamentos como en los silencios, y sobre manera en la maravillosa manera de andar- danzar- por el escenario haciendo crecer al personaje en cada zancada a modo de pavo real de la interpretación.

La riqueza de matices se observa en todos los momentos, y más cómo ese pintor de éxito va dejando entrever su alma más humana a medida que avanza la obra, para dar el testigo a un asistente que es todo esponja del maestro, un joven aprendiz de artista, y actor en ciernes, que empieza a remolque de las veleidades del viejo para acabar atraídos como polos opuestos de la química de la verdad.

Los efectos de luces, bien estudiados y llenos de intencionalidad dramática. Los cambios en los entreactos en oscuro, con fondo de música lírica, en ocasiones desconcertantes por su tempo, pero necesarios para los cambios, la banda sonora de la pintura con música de gramófono embaucador y algunos momentos mágicos de mezcla de ballet, performance y teatro global, son recursos rivales pero exquisitos. Una obra pictórica y teatral llena de encanto. Un actor como Echanove para deleitarse. Un lujo que nadie se debería perder si quiere amar al teatro un poco más. Si es posible. Y están en gira.

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