Luto en el mundo del flamenco

El poder de la transmisión

Manuel Moreno Junquera, Moraíto, Morao de Jerez, era el guitarrista de los guitarristas. No era tan reconocido por su depurada técnica  ni por ser un magnífico concertista –que también lo era– como por su 'feeling', por su soniquete único, por su 'swing'. Para ser más exactos, era grande por su poder de transmisión, terreno en el que nadie le podía discutir. A él no se le podía medir con Paco de Lucía, Vicente Amigo o Gerardo Núñez, por hablar de tres artistas de talla única especial. Él reunía otros requisitos al alcance tan sólo de los privilegiados, y el principal no era otro que el llegar a todo el mundo. Justo hace un año, se acercó junto a una legión de artistas a ver al De Lucía en la plaza de toros de Jerez y Paco, en mitad del concierto, paró su sonanta para saludarlo y exclamar: “Me tenéis nervioso perdío”, en alusión también a su hijo Diego. Los virtuosos de la guitarra ocupan una tribuna y a Moraíto les gustaba observarlos desde otra dimensión, la más natural y a la vez inalcanzable para la mayoría. No se puede decir tanto desde lo más sencillo, no es fácil. Como Camarón, transmitir o no transmitir, ahí residía su fuerza. Y vaya si transmitía. Su guitarra por sí sola era el flamenco en el sentido más amplio de la palabra. Igual que él. Y aunque fue un cantaor frustrado -“tengo la voz como un carnero viudo”, le gustaba bromear cuando cantiñeaba- logró que Jerez cante hoy como tocaba Moraíto. Por eso ahora nace una leyenda. No en vano de su guitarra latía la esencia de la bulería (que se queda huérfana), el ADN de la seguiriya y el llanto por soleá. Y si como artista fue importante, como persona fue aún más especial. Un mito que empezó acompañando a los más grandes, por último a su inseparable José Mercé, como fiel escudero, pero al que todos acabaron por acompañar junto a su guitarra.

Su familia ha sido punta de lanza del toque más genuino jerezano, un puntal del flamenco, y él lo tuvo aún más difícil para mantener el listón tan alto en Santiago, porque la competencia se multiplicó a la enésima potencia. Sin embargo, aunque la guitarra actual ha superado cotas nunca conocidas, Morao creó un universo propio con una manera de ser como su toque, sencilla, lo cual lo hacía más grande si cabe.  Al fin y al cabo, el artista siempre refleja a la persona que hay detrás.  Y será duro a partir de ahora pasar por El Arco o por La Gitanería, pasear por el barrio, y no observarlo junto a sus amigos disfrutando de las cosas pequeñas y más sencillas, aunque a los aficionados y artistas siempre les quedará su música, la que ya habita en la memoria colectiva y la que dejó grabada en unos pocos discos que son pura delicia para los oídos.

Morao moría con Jerez y en particular con Santiago. Pasó un tiempo viviendo junto a Chapín, pero al final volvió a las calles que lo vieron crecer. Podría haberse ido a vivir a Madrid o haber pasado toda la vida viajando con su guitarra, pero el barrio le atrapó desde muy niño. Su talento le llevó a presentar a un sinfín de artistas en sociedad, cantaoras como María Bala, desconocida para el gran público, o el más reciente Miguel Poveda, al que conoció en el Festival de Jerez para más tarde enseñarle todos los secretos que encierran los cantes de Jerez, Calle Nueva y alrededores, junto a El Zambo.

Para él la vida no tenía más misterios. Cogía lo que ésta le daba y punto, con citas clavadas a fuego en su calendario. El pasado Miércoles Santo, Luis el Zambo se acercó desde Rota para visitar a mediodía a 'su' Prendimiento y luego fue en busca de Morao hasta que lo encontró, junto a otros artistas como Vicente Soto, en La Gitanería. Allí se emocionó Morao con la prodigiosa garganta de Luis dedicándole otra saeta que caló hasta los tuétanos de todos los presentes. Ya por la tarde, cuando el misterio hizo acto de presencia en calle Ancha, Morao, desde el balcón, seguiría disfrutando con Rafael Agarrao y los cantes de Joaquín el Zambo y Jesús Méndez, entre otros. No aspiraba ni a más, ni a menos. Él le daba la vida a los cantaores y viceversa.

Su pérdida deja desnudo a Santiago y ha sido un mazado porque él nunca perdió la sonrisa. Y aunque será difícil de reparar, la saga continúa con su hijo Diego, quien marcará una época porque lo lleva en la sangre, como su padre, el gran Morao, la persona que a todo el mundo dio su sitio sobre el escenario y, lo que le hacía aún más especial, cuando se bajaba de las tablas. Así era Morao, corazón limpio y tan bella persona, todo un líder y tan humilde, grande como el arco que describía la música de su guitarra. 

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