Cultura

La quimera vacía

  • Llàtzer Moix analiza la obra de Calatrava, el arquitecto-estrella nacional por antonomasia, también el más polémico y un símbolo del derroche de caudales públicos en la España anterior a la crisis.

Queríamos un Calatrava. Viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio. Llàtzer Moix. Anagrama. Barcelona, 2016. 344 páginas. 22,90 euros.

El subtítulo del libro indica ya la intención, llevada a cabo con escrúpulo, de explorar un fenómeno que ofrece numerosas facetas, pero que cabría agrupar sumariamente bajo dos aspectos: la admiración y el arrobo que suscitaron, durante décadas, las obras del arquitecto valenciano Santiago Calatrava; y la desigual ejecución de sus proyectos, que no excluye deficiencias técnicas y una vaga discrepancia entre las necesidades del comitente y la ambiciosa concepción del artista. Con lo cual, cuando Moix habla de unos Viajes arquitectónicos por la seducción y el repudio, se refiere precisamente a eso: a un detenido análisis de algunas de sus obras, principalmente españolas, y al modo en que tales empeños pasaron, desde un deslumbramiento inicial, a suponer un coste desmesurado y una utilidad, en ocasiones, relativa.

Por otro lado, esta obra de Moix no pretende ser, y no es, una mera consideración adversa de la ejecutoria de Calatrava. En este sentido, la erudición técnica del autor sirve para poner de relieve tanto los hallazgos estilísticos de Calatrava, y las soluciones que ofrecen sus diseños, como la forma en que tales proyectos han socavado gravemente el erario público y la solvencia de las constructoras que llevaron a cabo sus encargos. También se esboza aquí una biografía intelectual del arquitecto, en la que se patentiza, junto a su probidad y su inteligencia, las influencias a las que tributa (Gaudí, Le Corbusier, Candela, Rossi) y los excesos fruto de su egolatría. Aun así, el sentido último de esta obra no es tanto reprobar o exaltar la figura de este arquitecto/ingeniero, cuanto indicarnos la naturaleza de un fenómeno reciente: el fenómeno del arquitecto-estrella, que ha convertido a Calatrava en un suministrador de iconos, y cuya obra, en consecuencia, ha sido solicitada en numerosas ciudades del mundo.

Es probable, por otra parte, que el éxito de Calatrava se deba a cuanto no hay de arquitectónico en su obra. Y que sea el carácter escultórico de sus creaciones, más esa cualidad orgánica, animal, fuertemente analógica, heredada de Gaudí, la que propicie una identificación inmediata entre el espectador y la obra. Como paso previo, sin embargo, debe subrayarse esta fiebre de la singularidad, y el impulso de distinguirse que acucia a las ciudades, sin cuyo concurso el poder demiúrgico atribuido a Calatrava (y a Foster, a Ghery, a Nouvel y a tantos otros), sería inconcebible. A nadie se le escapa, en este sentido, el obvio paralelismo entre dicha situación y aquella sed de gloria que, según Burkhardt, caracterizó el Renacimiento italiano. Cabe señalar no obstante que lo que allí fue obra de la excelencia y el canon, aquí debe atribuirse principalmente a la maniera, a lo distintivo y, en suma, a cierto barroquismo social, vinculado estrechamente a la economía de consumo, y donde el carácter "anticanónico" de la obra adquiere un valor supremo.

No en vano, Llátzer Moix señala en numerosas ocasiones tanto la indiferencia hacia la utilidad de sus obras por parte de Calatrava, como la superior admiración (y la falta de control presupuestario) que despierta dicha consideración artística de las construcciones. Un comportamiento éste -el de las administraciones públicas-, que Moix relaciona con el marchamo de modernidad que, en la España de los 80/90, ofrecía un joven arquitecto como Calatrava, y que supuso, en última instancia, cierta elasticidad económica que, llegados los años de la crisis, supondría un formidable gravamen para las arcas españolas, y destacadamente para las menguadas arcas valencianas. Asunto distinto son la desmesura y el estrépito de su intervención en Oviedo, o la incomodidad manifiesta de su pasarela veneciana. Todo lo cual cabe englobarse, no obstante, bajo ese arbitrio artístico que Calatrava reclama para sí, y cuya duradera impronta disfrutan y/o padecen millones de personas en todo el globo.

Lo que se recoge, pues, en estas páginas (páginas de fina ironía, documentadas minuciosamente), es ese tránsito, esa caída, cabría decir, que va del sueño de una arquitectura trascendente a la sospecha de su ineficacia, agravada por la deuda pública. En cierto modo, Calatrava se manifiesta como un signo de pureza, donde lo utilitario queda sepultado por el vuelo artístico. Es este vuelo, sin embargo, y la necesidad de iconos, de símbolos, de una forma de perdurabilidad, que la sociedad revela, el que alejó a los munícipes -y al público en su conjunto- de un cauto y necesario prosaísmo.

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