Crítica de Cine cine

Con telarañas pero sin oscuridades

Tom Holland, en una escena.

Tom Holland, en una escena.

En 1967 Spiderman -que había sido creado en 1962- se convirtió en serie animada de televisión, en 1977 en otra serie esta vez interpretada por actores, y ese mismo año apareció por primera vez en la gran pantalla en un modesto largometraje. Entre 2002 y 2007 Sam Raimi dirigió la primera trilogía del personaje, que ya no desaparecería hasta hoy de las pantallas. A la trilogía siguió en 2012 y 2014 el díptico de Marc Webb (The Amazing Spider Man y The Amazing Spider Man 2: el poder de Electro) y a él le sigue ahora Spider Man: Homecoming, tras nuevo cambio de director y de intérprete. Y la cosa no quedará aquí. Habrá más, solo o en compañía de otras criaturas Marvel.

¿Por qué lo que tuvo tan modesta presencia entre 1967 y 1977, para desaparecer de las pantallas durante más de 20 años, volvió en 2002 protagonizando seis películas en 15 años? Pues porque entre 1977 y 2002 Richard Donner dio a un superhéroe de tebeo su primer gran éxito en la historia del cine (Superman, 1978), una década más tarde Tim Burton confirmó el éxito de las películas-tebeos (Batman, 1989) y entre una y otra Tron (1982) abría las puertas a los efectos digitales que en 1993 consagraría Parque Jurásico. Tomadas las taquillas por los adolescentes y jóvenes como público mayoritario desde los 80, la cosa estaba cantada: una parte sustancial del futuro del cine comercial estaba en los superhéroes que gracias a los efectos podían volar, reptar, transformarse, luchar o hacer lo que les viniera en gana porque el cine había alcanzado la ilimitada libertad del cómic para representar con realismo cualquier cosa por irreal o imposible que sea.

Y aquí estamos, ante otra película de superhéroes -¡qué hartazgo, aunque algunas nos hayan dado alegrías esta temporada!- y otra más de Spiderman. La dirige un tipo prometedor, Jon Watts, conocido por una mediana aunque original comedia macabra (Clown, 2014) y una interesante película de carretera en forma de thriller con ribetes de terror con niños a lo Stephen King (Coche policial, 2015). Pero da igual que la hubiera dirigido otro. O nadie. Se explota el lado más chico-de-barrio-con-problemas-en-el-instituto del personaje para diferenciarla de sus cinco antecesoras (sobre todo de las dos anteriores, sometidas a la moda de lo oscuro) incluyendo numerosos -demasiados- gags de cine de adolescentes y entregando definitivamente el personaje (había aparecido como un Spiderman secundario en Capitán América: Civil War) al joven bailarín y actor Tom Holland a quien conocimos en Lo imposible. Se le arropa con buenos secundarios (Marisa Tomei y el Michael Keaton pos-Iñárritu) y todo lo demás, que es casi todo, es diseño de producción y efectos especiales. No aburre, pero tampoco entusiasma. Y divertirá a quienes diviertan las comedias de adolescentes. De todas formas, ¿qué más da? Tiene su público seguro y, más que una película que deba justificarse por ella misma, es otra pieza de un puzle de Marvel más grande que la franquicia Spiderman: Los Vengadores.

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