Cuentan que el ajedrez surgió cuando un rey de una zona de la India se encontraba deprimido. Un sabio se ofreció a enseñarle un juego sobre un tablero con casillas que simulaba la estrategia de la guerra. El rey quedó encantado y le dijo que a cambio le daría lo que pidiese. Con falsa humildad hizo el sabio una petición: un grano de trigo sobre la primera casilla, dos sobre la segunda, cuatro sobre la tercera, ocho sobre la cuarta, hasta ir duplicando en las 64 casillas existentes. El rey, lego en matemáticas, aceptó la petición pero jamás cumplió su promesa. No en vano, toda la producción mundial de hoy en día no alcanzaría para entregar tanto trigo al sabio. Si hay algo que enseña el ajedrez es a respetar a los que más saben, porque hay poco que objetar a la evidencia de un jaque mate. Y enseña también que los aparentes sacrificios innecesarios pueden ser sólo parte de un plan mayor. Es común entre los grandes que en algunos momentos se pierdan piezas de mucho valor para regocijo del ingenuo oponente. Preciosa lección.

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