Visto y Oído
John Amos
el poliedro
Hace unos días olvidé una mochila en un taxi: a pesar de poner una denuncia, escribir a todas las asociaciones del ramo de la ciudad y llamar a diario a la Oficina de Objetos Perdidos municipal del sitio, nunca he vuelto a saber de ella, ni de los valiosos objetos personales que llevaba en ella; algunos de los cuales también podrían ser valiosos para cualquiera, un cualquiera sin amor al prójimo, en este caso. Una clave para no poder recuperarlos, según he deducido, es que pagué con un billete, no con tarjeta. Si pagas con tarjeta o móvil, hay rastro, y no descarto que el taxista sea quien se ha quedado con la bolsa personal de marras precisamente por eso; pudiendo alegar que un siguiente cliente -alguien es el granuja- robara lo que no es suyo al acomodarse en el asiento trasero del vehículo de servicio público. Una posibilidad remota. La tentación es grande. El incentivo para agenciarse lo ajeno es natural en ese pequeño porcentaje de personas que carece de frenos morales si se ve con coartada y sin riesgo de ser pillado. (Por cierto, el otro día a un cliente de un establecimiento no le funcionaba su plástico, y por no sé qué, dijo "¿Puedo pagar en dinero negro?", para mayor cachondeo del camarero... y apuro del interfecto).
Este que narro es un ejemplo menor de la esencia de la mala condición y de la pequeña falta de honestidad, de una versión algo pervertida de la economía como impulso movido por el incentivo, o sea, el estímulo a hacer algo, ya sea un negocio, ya sea un mangazo. El anecdótico caso es, al mismo tiempo, una buena palanca para preguntarse si el pago con instrumentos identificables ajenos a monedas y billetes no es un grave riesgo para la libertad individual. O, dicho de otra forma, si los mecanismos financieros que otorgan una comodidad indudable a particulares y al sistema de transacciones no son el caldo de cultivo de una ganancia de pescadores, la de los Grandes Hermanos que todo lo ven en el proceloso universo digital. En lo financiero, en lo comercial y en el consumo, la vida que vivimos no deja de ser una cancha donde se dirime una dialéctica entre libertad individual y seguridad. Igual que en un pueblo o barrio uno disfruta de la protección que confiere la cosa comunitaria y visible, por lo mismo pierde capacidad de ser independiente y, digámoslo en corto, libre. El binomio seguridad/libertad tiene mucho de ideológico y fluye entre un continuum entre liberalismo y control institucional, en el marco de la microeconomía, la que trata de las actividades individuales y de las empresas. Esa economía de la que Hacienda hace su teta para nutrir la causa común, de la mano de las omnipresentes entidades bancarias.
En distintos lugares de planeta -pongamos el planeta Unión Europea-, se vienen levantando voces que denuncian que el acorralamiento del dinero en efectivo en favor de los instrumentos de pago trazables es una forma de totalitarismo que va más allá de la evidente comodidad en los cobros y pagos, y que a la postre pone mayor poder en las manos de quienes -pocos- dominan los datos, y merman la intimidad de la gente de a pie, las personas que pueden ser identificadas en todo su patrimonio, sus vidas y sus movimientos físicos por el ojo que todo lo ve. En la sede y centro de la economía europea -pongamos que hablo de Berlín- hay muchos comercios que no aceptan tarjetas de crédito para pagar compras menores o mediana. Por otros motivos, más liberales y menos socialistas, sucede otro tanto en el Reino Unido: una manifestación en Londres hace unos días reclamaba el derecho a no ser controlados por el dinero de plástico, y el de poder pagar con billetes usados. No se trata de dinero negro ni de evasión fiscal: se trata de no estar en manos de quién sabe quién.
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