Tacho Rufino

Bolsonaro, nuevo Laudrup de Romario

el poliedro

En apariencia remotas, las elecciones brasileñas confirman la tendencia a la polarización personalista de las ofertasLa segunda vuelta de las elecciones en Brasil es una guerra de promesas: losas de la política

08 de octubre 2022 - 01:36

Me sugiere un compañero que escriba aquí sobre los comicios trepidantes que están contendiéndose en Brasil. "Ya me gustaría, es un temazo, pero desconozco el país como para opinar de su política y su sociedad; en el periódico hay columnistas y colaboradores que sí saben", le respondo. Mi compañero sí conoce bien Brasil, no sólo porque él sea gallego y una buena parte de sus paisanos tienen parientes allí, sino porque visita con frecuencia aquel fenomenal y extraordinario continente (técnicamente, no lo es, pero Brasil contiene de todo, según es sabido). Así que en una de esas impagables conversaciones interdespacho que practicamos con asiduidad, me informa sobre ciertos rasgos jugosos de las elecciones en cuya igualadísima y muy aguerrida y extremada lid se baten el cobre Bolsonaro y Lula, que son blanco y negro, agua y aceite, noche y día.

Sabíamos que Lula es de izquierdas y Bolsonaro no lo es absoluto, y que probablemente pudiera ser Brasil un lugar donde típicamente las ideologías binarias tienen una raigambre común, la del populismo, es decir, la de apelar a la vena y la víscera, y prometer con la carótida reventona cosas complicadas de manejar que -oh, eureka- nadie supo ni quiso antes solucionar. El populista de manual -aunque en todo político en campaña hay uno- cocina sus manás combinando el adanismo (nadie antes), el mesianismo (soy tu salvador) y el conejo de chistera (con su proteína). Supimos hace poco que en la primera vuelta ganó Lula, pero no con suficiente porcentaje de votos sobre Bolsonaro, por lo que, según la normativa electoral allí vigente, debe efectuarse una segunda vuelta que culminará dentro de algunas semanas. En el petit comité con mi viajado compañero -uno en su silla frente a su ordenador; el otro, de pie en la puerta- he sabido otras jugosas cosas, algo menores y hasta anecdóticas, pero que dan pie a ciertas reflexiones que también tienen su aquel.

Primera, en Brasil es obligatorio votar: si no votas, no podrás trabajar para la administración o una empresa pública, y te pueden sancionar económicamente si te abstienes. Sin embargo, de los 123 millones de censados, casi 30 de ellos no votan: cabe hipotetizar que tal cifra puede ser un buen estimador de la bolsa de pobreza y marginalidad nacional, del desapego en razón del dinero, de las nulas expectativas... y de los vicios y males derivados de ser alguien descontado socialmente, o sea, de no ser nadie: votar, ¿para qué? Segunda, que los dos candidatos están prometiendo de todo, lo humano y lo divino, y esto último no es sólo por el popular dicho, porque resulta que la comunidad Evangelista, como ejemplo singular, es un target, un nicho, un caladero electoral nada desdeñable. Si las elecciones son un juego cinegético de por sí donde se tira con balas de fogueo, no queremos pensar lo que debe de ser una segunda vuelta con su 'requetecampaña'. Tercera, que un genial futbolista retirado -nunca se jubiló de la memoria del aficionado a la ambrosía balompédica-, Romario Da Souza, es candidato en alguna circunscripción, tras cambiar de partido casi tanto como cambió de equipo. Según me informa mi amigo gallego -quizá con algún deje exagerado andaluz, tras años aquí- el mítico delantero centro no ha hecho ni el huevo durante en sus cargos: ni una ley ni nada parecido; una producción política exigua a más no poder. Tampoco ha movido sus caderas en la campaña: nada de nada, o casi. Pero tenía un Laudrup, un arrimador de posibilidad de goles y un enorme pasador de bolas buenas: este otro 'laudrup' es Bolsonaro, que lo apoya: con lo mucho que un famoso motiva a un populista. Pero Romario, en la arena política, como en la yerba y el área, marca goles y gana con el mínimo esfuerzo. Y es que quien nace bonito...

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