Se hacen largos, por momentos insufribles por reiterativos, los capítulos de Los Bridgerton, epifanía de Shonda Rhimes en Netflix. La plataforma tenía bien claro qué tipo de ficciones, aparatosas en todos los aspectos menos en el argumento, debía hacerle uno de sus fichajes con más identificación, la creadora de un serial de luxe como Anatomía de Grey.

Con aspecto de melodrama victoriano, con carruajes, panoplias y ropones, Rhimes urde una historia urbana multiétnica de intrigas y chismorreos de salón de té, con el predominio de una pareja de conveniencia que termina siendo una relación matrimonial imposible con abundancia de escenas eróticas. La exhibición explícita de la epidermis de sus actores principales no es más que la evolución de todo lo que se veía entre cortinas por las mansiones millonarias de las dinastías de los 80. En lugar de ubicarse en el presente, que lo dejaría todo como muy convencional y previsible, Los Bridgerton se sitúan doscientos años atrás, transformados en una fiesta de disfraces, con una reina británica que firmaría Álex de la Iglesia. La historia encandila a ese espectador que busca una simple evasión con historias de Jane Austen con twitter, revertido aquí en la gacetilla de cotilleos de la dama más influencer.

Los Bridgerton no tiene importancia. Es una opción de placer culpable de esas que pueden hacer compañía en las noches de toque de queda (lo estamos viviendo aunque nuestra tecnología nos permita aparentar normalidad nocturna hogareña). En lugar del serial turco en la cadena en abierto lo de Netflix es lo mismo pero con apariencia de opción selecta. Era inevitable su segunda temporada.

Regé-Jean Page es el seductor protagonista que en su versión oriental podría ser un Can Yaman. Es igual, pero con menos presupuesto. Lo de Netflix es un melodrama montado en torno a la anatomía de Page, que por supuesto estará estudiando y rechazando un aluvión de propuestas de Hollywood para ser el George Clooney posterior a la pandemia.

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