En los parlamentos patrios, como no hay nada mejor que hacer, han entrado los brujos y las brujas. En lenguaje no inclusivo, el brujo se asocia con el mago o el hechicero. La bruja, por el contrario, con la maldad y la repulsión. Al gusto ideológico de cada cual, habrá políticos que nos parezcan más o menos brujos. Venga, o brujas.

No hace mucho tiempo un diputado de Vox llamó bruja a una camarada socialista y se lió. Al diputado de Vox le venían llamando de todo, pero sin lío.

Ahora en el parlamento de la Generalidad de Cataluña han propuesto la reparación histórica de las mujeres condenadas por brujería. Incluso instan a los municipios para que titulen sus calles y avenidas con nombres de las ajusticiadas, como ejercicio de reparación histórica y feminización de las calles (sic).

No hace falta ser un lince para presagiar que tras la reparación de las homenajeadas querrán empitonar a la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición. Si estudiaran sabrían que la Inquisición española intervino en pocos casos de brujería y era más benévola que la justicia ordinaria. En España, unos pocos casos en más de trescientos años. Le habrán hablado de las brujas de Zugarramurdi, pero no le habrán contado que sólo se condenaron a once mujeres, de las cuales cinco fueron ajusticiadas simbólicamente porque habían muerto por otros motivos. Sin restarle importancia, nada que ver con las más de veinticinco mil brujas ajusticiadas en Alemania.

La bruja contemporánea no pacta con el diablo. Si hay alguien creyente es belcebú, y las brujas actuales no quieren dioses ni ángeles caídos. Las brujas actuales tienen que ver con la fealdad de cara y de espíritu y de éstas puede haberlas en todas partes, incluso, en los parlamentos. Si de haberlas haylas, echemos a las brujas de los parlamentos. Venga, y a los brujos.

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