Así como el que no quiere la cosa hemos dejado atrás otro año y ya estamos inmersos en el devenir diario del nuevo. Una determinada forma de vivir se ha ido y comienza otra nueva manera de entender esto. Una ciudad como la de Jerez del veintiuno ha quedado obsoleta y ya estamos imaginando la nueva, la de un año por llegar en el que la evolución de la calidad de vida de la población está más que nunca ligada a la fuerza preventiva concentrada en Ifeca y en sus vacunaciones que en la preparación y adorno de una serie de carrozas que pasean a sus majestades por las calles para deleite de los más pequeños.

Todo parece ser que es así porque, a la llegada del año nuevo, coincide que se piden muchas cosas a los magos de Oriente como terapia cognitiva para alimentar ilusiones y motivaciones. Entre las peticiones priman materiales, pero, gracias a la pandemia, cada vez son más las rogativas a valores menos cuantificables. Nos deberíamos haber dado cuenta muchos siglos antes, pero nunca es tarde si la dicha es buena. Pero no escarmentamos. Ahora aceptamos que lo del oro, el incienso y la mirra como presentes grandilocuentes de la época de Judea no dejaba de ser metáfora adaptada a los tiempos aquellos y no nos sirve en la actualidad.

Ahora no se quiere tanta joya ni tanto dinero ni tanto poder. Ahora se espera salud, salud y salud. La gente pide que los reyes de la noche de la magia por excelencia no se preocupen demasiado de entrar cargados por las chimeneas, las ventanas o las habitaciones, sino que puedan traer un ambiente limpio, un aire sin virus y un mundo sin pandemias, y que, a la mañana siguiente, se lleven con ellos todas las miasmas, los test de antígenos, los escalofríos, las narices sin olfato y sobre todo el miedo, que está siendo el verdadero protagonista en las últimas semanas. Mucho miedo y poca vergüenza que diría el otro.

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