Análisis

juan antonio solís

De Cádiz a Chicago

El cadista Fali se rebela a su sacrificio como deportista; en eso, se iguala a un tal Jordan

Al cadista Fali, su club le ha quitado la bicicleta estática. Rafael Giménez, que así se llama el central valenciano fuera de los campos de fútbol, es el único actor de LaLiga que se ha rebelado ante el simulacro de fútbol que improvisa Tebas. Pero Manuel Vizcaíno, presidente de su club, como el gerifalte de LaLiga, no se dirigen a Rafael Giménez. Presionan a Fali para que se haga el test y se entrene con sus compañeros.

Rafael Giménez ve cómo el fútbol profesional se adapta a la nueva normalidad con un guión de Monty Python: los jugadores no se pueden dar la mano ni abrazar para celebrar los goles, llevarán mascarillas en el banquillo, pero, cuando salten a la hierba, en un córner podrán hacer lo que deben, que es rozarse más que una dinamo. Se entrenan por grupos, a distancia, pero luego cabecean y manosean un mismo balón embadurnado de fluidos corporales ajenos. Rafael Giménez también lee que van trascendiendo positivos en varios equipos de Primera y Segunda. Pero él, cuando sale de su casa, es Fali. Al que le piden cuentas su club y LaLiga porque vendió su alma en cuanto firmó un contrato con membrete de LaLiga. Rafael tiene razón en sus miedos. Pero Fali debe acatar. Esto está montado así. El dinero de las televisiones se enfila al sumidero y Tebas se ha lanzado en plancha a evitarlo.

Los miedos de Rafael Giménez a exponer y sacrificar su vida privada son los mismos que exorciza a través de Netflix otro cuidadano, en este caso de Brooklyn. Se llama Michael Jeffrey Jordan, y aunque en su caso posee una fortuna de unos 1.900 millones de dólares y ha cobrado cuatro más por hacer The last dance, el extraordinario documental refleja en toda su crudeza el sacrificio que la persona debe hacer en favor de los privilegios, en su caso sobrehumanos, por ser deportista profesional.

Es cautivador cómo el icono entre los iconos del deporte, el designado por muchos como el mejor atleta del siglo XX, teje sus recuerdos alrededor de una obsesión, la de mostrar sus debilidades humanas. Así está obrando MJ ante la opinión pública un apabullante acto de contrición por entregas. Como si de un play off al mejor de diez capítulos se tratara. Tratará de ganar una vez más. Aunque sólo con el verbo, sin balón, su victoria no está tan cantada.

"Es curioso, mucha gente quiere ser Michael Jordan por un día o una semana, pero que intenten serlo por un año, a ver si les gusta...". Así se abría nuestro protagonista en una entrevista cuando aún jugaba, y como nadie, al baloncesto.

En una de tantas magnéticas imágenes, en las que la estrella más inasequible de aquel momento se nos muestra en su (estudiada y sesgada) intimidad, disfruta a lo grande con el acto más banal y rutinario, uno que casi cualquiera tiene a mano: tumbarse en un sofá a ver la tele. Desde el momento en que sale de su hogar, del hotel o del vestuario, "todos querían un trocito de él de una u otra forma", como bien expresa alguien en el capítulo 6, el que desentraña su turbia relación con las apuestas.

Y esa renuncia a ser Michael por MJ23 es la que sitúa al deportista más popular al mismo nivel que los demás. Al mismo de Fali. Y de Rafael Giménez. "Estoy listo para salir de esta vida", masculla en el sofá el ídolo de ídolos...

A Jordan también lo graban tras un partido en el vestuario abriéndose una lata de cerveza. Pippen le exige al cámara que corte, pero Jordan lo convence de lo contrario. Estaba encantado de que plasmaran a Michael Jeffrey, no a MJ23, quien acababa de deleitar al mundo una vez más en una cancha. Al rato, MJ23 se apresta a salir para su macutazo con la prensa y dice de camino, entre dientes: "Tengo un problema con la bedida...". El asesor de prensa que lo acompaña le impreca al momento: "No les digas eso...".

Ese fuego en el estómago que sólo podía sofocar con las victorias hizo a MJ ser el mejor, porque ese ardor insano, el mismo que lo llevó a humillar a Mutombo o a Drexler, el que vetó a Isiah Thomas para dejarlo fuera de los Juegos Olímpicos de Barcelona o le marcó el territorio a Kukoc a su llegada a Chicago, era lo que su cuerpo y su talento necesitaban para llegar volando donde nadie. Pero ese mismo fuego también ardía en Michael Jeffrey, el ciudadano que entre el primer y el segundo partido de play off ante los Knicks, en el 93, se marchó con su padre a jugar a las cartas a un casino de Atlantic City.

Phil Jackson transigió y hasta el mismísimo David Stern lo protegió y descartó una sanción. Cómo castigar al alquimista que, según un estudio posterior del MIT y el Cambridge Economics INC. propició unos ingresos de unos 45 millones de euros anuales en cada equipo de la NBA por taquilla y derechos televisivos en sus 13 años en los Bulls.

El ídolo Jordan que reaccionó al affaire de Atlantic City machacando luego a los Knicks de Ewing o a los Suns de Barkley era el mismo ciudadano Michael que anhelaba relajarse en un sofá con un Cohiba o apostarse mil dólares en un hoyo de golf. En las redes sociales se ha abierto un debate sobre sus ojos amarillos en la actualidad. Igual él, con su vaso de whisky a mano, en su sofá, descartó que el editor del vídeo se los blanqueara.

Mientras Air sigue cobrando miles de millones en contratos publicitarios y ha multiplicado el valor de mercado de la franquicia de la NBA que posee en Charlotte, trata de que su lado humano, o mejor dicho no sobrehumano, justifique en un documental sus debilidades personales. Las mismas que David Stern blanqueba para que la caja registradora de la NBA siguiera haciendo "clink, clink" de forma torrencial.

El empeño de Stern es el mismo de Tebas. Y el empeño aquel de Michael Jeoffrey, ciudadano de Brooklyn, es el mismo que hoy enreda a Rafael Giménez. Por ello, le han quitado la bici.

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