Fue el catorce de marzo del pasado año cuando se daba a conocer la suspensión de las procesiones de Semana Santa de 2020. Se abría un escenario de guerra con un virus que llegaba a Europa y que pasaba sobre el mapa español bajo un humo sórdido de muerte y desolación. El COVID-19 hacía acto de presencia con toda su brutalidad y daba comienzo a una crisis sanitaria que jamás habían conocido las generaciones más veteranas. Algo sin precedente alguno en la memoria colectiva.

De aquel catorce de marzo, donde las hermandades entraban en un oscuro túnel cuyo fin se desconocía, al día de hoy. Un año y prácticamente dos meses. Mientras tanto, la sociedad ha caído en un grave cansancio pandémico porque no hay cuerpo que resista los toques de queda que hoy en Andalucía se levantan, los grupos de cuatro, seis o diez personas, el uso de la mascarilla y los tarros de hidrogel en las entradas de los templos.

Todo pasa factura y las hermandades no son menos. De aquellos tiempos en los que cada fin de semana salía un pasito a las calles, hemos pasado a una escueta actividad en los interiores de los templos. Y con medidas sanitarias de por medio.

Pero hay que insistir en que las hermandades hicieron lo que tenían que hacer. El colectivo cofrade debe de sentirse orgulloso porque estuvo a la altura de las circunstancias. A pesar de que en todo este tiempo siempre ha habido voces que han advertido lo contrario.

Ahora se abre un nuevo escenario con esta vuelta a la normalidad. No significa que se echen las campanas al vuelo y cunda el desenfreno cofrade. La falta de medidas no otorgará rienda suelta a lo que todos desearíamos. No estropeemos el final de la esta triste historia. La pandemia no ha finalizado, aunque vamos por el buen camino. Hay que seguir siendo mansos en el deber con las autoridades y rectos en la oración por los que sufren. No queda otra.

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