Hace unas semanas no vivía precisamente los mejores días de mi existencia. Que todo te evoque recuerdos es bueno, pero también tiene su lado negativo. Hay momentos en los que es complicado volver a hacer lo de siempre cuando ya nada es igual. Es entonces cuando me escapé literalmente a un rincón de Castilla León que me da paz y sosiego. Y no sé por qué razón es así. Lo cierto es que la vida allí es más lenta, aunque no llega a ser cansina. La anchura de sus campos y ese cielo al que te acerca la meseta tiene un efecto embriagador. Al menor para mí. Cambiar el color del cristal con el filtramos la vida es mucho más importante de lo que creemos. Los problemas, las pérdidas, van a seguir estando allí pero enfocados de otra forma. Debo reconocer que amo a Castilla. Cada vez que acudo a su llamada siento cómo el alma se asienta y deja de revolverse inquieta. Quizás es que los andaluces tenemos una sensibilidad especial con esa tierra vieja y dura, histórica y bella, enorme y apasionante.

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