Hay dos tipos de motoristas, los que se han caído y los que se caerán. Lo mismo pasa con las ciudades, aunque la cuestión es siempre levantarse. Todo lo malo se pega. La velocidad también. Hasta la primavera se quiere ir antes de tiempo, derrapando, dejando libre la trazada a un verano que se acerca con los neumáticos de seco. Parece que la velocidad es la razón por la que nuestra tierra se transforma durante un fin de semana, con sus cosas positivas, pero dejándonos la cocina ruedas arriba. Una velocidad que, en el sentido más condescendiente, lleva años apoderándose de todo lo que no debería haberse apoderado, de lo que nos hace mejores y más felices. Mucho ruido, mucha prisa, mucha velocidad, y pocas palabras. Demasiado trajín gratuito grapado en cartones de Amazon, recorriendo las aceras, esas mismas en las que sigue habiendo abuelas pelando chícharos. Menos mal.

La velocidad de las grandes capitales siempre fue de las grandes capitales. Allá ellos. Parece que nos queremos contagiar de la época del "aquí y ahora", del "usar y tirar" y del "fulanito ha iniciado un video en directo". Y no, aquí deberíamos estar todos más que vacunados. Hasta resulta grotesco que nos hayan convencido de los beneficios de lo instantáneo. El ADN de Jerez siempre fueron las charlas, las personas y el regocijo de disfrutar con los más auténticos placeres. La calma para hacer las cosas bien, y la tranquilidad de que se hicieron. Y sí, los bares llenos, los hoteles hasta arriba, el ruido, la fiesta y el turismo seguro que permiten a mucha gente dormir tranquila durante una temporada. Todos nos alegramos, qué menos. Lo que sí estaría de más es que tanta velocidad nos siga condicionando después de este fin de semana, porque en ese momento, llegaría nuestro final con su bandera a cuadros.

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