Mientras mucha gente muere sin sentido no muy lejos de aquí, otra, en las distancias cortas, está muerta en vida gastando neuronas maquinando comisiones. Con armas de destrucción o con la destrucción de la ética como bandera. Todo un mundo virtual, del que nos enteramos siempre a posteriori y que esconde un submundo fantasmagórico. Desde el veinticuatro de febrero hasta ahora y con el de diecinueve junio a la vista, las cosas siguen un curso que parece que es historia presente de la desvergüenza primaveral, por lo que, por mucho que no queramos ver, lo de las comisiones es ya otro de los cuentos de Canterbury en pleno siglo del tiktok.

No es de extrañar que además de las de las mascarillas, a las que asistimos con la vergüenza ajena de pensar en quienes se enriquecieron con el dolor de la enfermedad, haya muchas más. Comisiones por llevar una supercopa de un país a otro y empresas como Kosmos que se cachondean hasta de los Borbones. Derramas interesadas, que con esto de la apertura del periodo electoral andaluz, vuelven a ser protagonistas.

Más de uno está este jueves elucubrando sobre los buenos réditos que se puede llevar de autobuses, de publicidad o de sobres de colores para las urnas. Lo mismo que podríamos pensar de las buenas comisiones que tienen que existir tras la venta de entradas del mundial de motos y el merchandising que rodea el mundillo del motor, de la posible llegada de la fórmula uno al circuito o de las que tiene que haber detrás de tantos kilos de albero para el Parque González Hontoria. Porque de las que presumimos que existirán tras los precios de las medias botellas de fino o de los rebujitos, mejor nos las echamos al buche.

Lo dicho, eso de la comisión es más que una moda. Es la nueva forma de entender la miseria. Siempre hay un cuñado o un hermano. O el amigo del amigo. Los demás somos los primos.

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