Cádiz se ha puesto de moda. La nueva clase ejecutiva, de entre cuarenta y cincuenta y cinco años, distribuida entre machos y hembras empoderadas asocian bajar al Sur, con bajar a la costa gaditana. Lejos queda veranear todo el verano, con su ama de casa al frente. Lejos queda el modelo marbellí del exceso de lujo 'prêt-à-porter' y lejos, también, las discotecas ibicencas aptas para cuerpos tuneados y drogados.

Hoy parejas sin hijos, -o con la muestra-, y máximas responsabilidades profesionales gastan los salarios, -de ellas y de ellos-, en pasar unos días a la bartola en alguna playa de Vejer, Tarifa o alrededores. Nada de Ferraris, ni yates, ni joyas de Gómez y Molina. Un porrito en los Caños, o un roce sin amor son los excesos permitidos. En este nuevo modelo relativista, las parejas suelen ser de puertas entreabiertas. Hasta para comer, estando junto a los mejores atunes del mundo, lo prefieren crudo al estilo japonés, en vez de encebollado con 'papitas' al horno.

Jerez, aunque haya quien no lo quiera ver, está en Cádiz. Y la respuesta fracasada es la misma desde los años sesenta. Vinos, que no se beben. Caballos que poco bailan (una o dos sesiones matinales por semana) y Flamenco puro que no se demanda.

Jerez anda perdido, como un boxeador noqueado. Vive de la renta de lo que fue, que ya no es, y del subsidio. Algún madrileño espabilado descubre que en Jerez puede tener lo mismo que en la costa, a mitad de precio, y lo aprovecha. Otros, aun sabiéndolo, siguen pagando el suplemento de... 'con vistas al mar'. Migajas, solo migajas. Pensar que el turismo pueda ser la nueva industria de Jerez es engañarse. Se podrá mejorar, tener más pernoctaciones y algún circuito de arqueología vinatera, pero con el riesgo de convertirse en destino residual y 'low cost'. Vaya, en 'Costa Shurry'.

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