Análisis

Tacho Rufino

Demasiado joven para morir

La nueva solidaridad intergeneracional no apela a las pensiones de nuestros mayores sino a la muerte por una epidemiaLos jóvenes no mueren por el virus, pero su buena o mala actitud es crucial

El sistema español de pensiones requiere de cotizantes que paguen las mensualidades o pagas de quienes están jubilados, y no muchos de éstos han cotizado tanto como lo que le corresponde percibir en una renta vitalicia, o sea, hasta que su vida acabe, pongamos después de los 80 años. A este esquema de dantes y tomantes se lo llama "solidaridad intergeneracional": hoy por ti, abuelo, mamá o mayor desconocido, que ellos lo hicieron por sus mayores; mañana mis hijos y nietos lo harán por mí y por otros. Dejemos por un momento a un lado que, a pesar de las muchas bajas de pensionistas por Covid-19 -es un dato: han fallecido ya veinte mil perceptores en España-, hay poca población activa, y mucho sueldo bajo, como para sostener sin imponer más impuestos a una masa creciente de retirados con cada vez mayor esperanza de vida. La solidaridad intergeneracional no es filantrópica, sino impuesta, aun en el entendido de que un trabajador no pone sus cotizaciones a resguardo para su propio futuro, sino que paga una parte de sus ganancias del trabajo a la caja de pensiones vigentes.

Solidaridad es una de las palabras más manoseadas y por tanto desgastadas de la década: carrera nocturna solidaria, tómbola solidaria, zambomba gitana solidaria, desayuno solidario. Excluyendo el recurso del delincuente a una iniciativa con timbre de solidaria para meterse una pasta en el bolsillo -que de todo hay-, no está mal que el postureo en media etiqueta, licra o visón discurra y remonte nuestros corazones solidarios con eventos y alterne si es por una causa necesaria o hermosa. Existen solidaridades de diversa condición. La de quien se fía de la firma de su socio para contratar, comprar, vender o sacar dinero del banco. Y la que el independentismo catalán ha vendido a su gente, blanqueando la tacañería y realzando la superioridad laboral, como latrocinio de capitalinos improductivos o de meridionales que sólo piensan en ir al bar, hacer fiestas, con putas incluso, y, eso sí, sin dar un palo al agua... a costa de ellos. En esta acepción, a la solidaridad se la llama interterritorial, y rige en todas las constituciones y países que aspiran a la dignidad colectiva.

Hay otra solidaridad, también intergeneracional como la de las pensiones, que emerge con especial significación en los días de epidemia y muerte a los que estamos asistiendo. Se trata del esfuerzo de los jóvenes por respetar las normas de distancia social, ya que no sufren el virus aunque lo puedan transmitir a otro, y de ahí a otro... hasta llegar al débil: en un alto porcentaje, viejo o enfermo grave o crónico. ¿Por qué me voy yo a quedar en mi casa si a mí no me va a pasar nada? ¿Por qué no voy a salir de botellón, de reunión clandestina con copas y risas, y manoteos y besos o sexo, si yo no voy a acabar en hospital ninguno? Rige el sacrosanto "derecho a divertirse": esa imbecilidad conceptual que es hija de la habitual conversión de cualquier cosa natural en derecho por un interés politiquero. No apelemos hoy a la compasión, a la filantropía, al amor: da fatiga explicar los buenos sentimientos que suelen ser naturales en los humanos. Hablemos de autoridad, que es mucho más objetivo: te saltas las normas, palo que te crió. Que duela el castigo por infringir la ley, y no se olvide y así no se repita la conducta. Muchos, si no todos los derechos de la juventud los propiciaron sus mayores. Todos los jóvenes adoran a sus abuelos y abuelas y, huelga decirlo, la mayoría cumple las prohibiciones sobre el confinamiento. Y llorarían sus muertes, por coronavirus o cualquier otra enfermedad. Son unos días: devolvamos vida a los mayores. Ten claro que tú, chaval y chavala, también lo serás. En un pispás, ya lo verás.

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