La polémica suscitada la semana pasada por la iniciativa de una parte del Gobierno de Castilla-León de que la madre tenga la posibilidad de escuchar el latido en el proceso inicial del embarazo, es una anécdota- si me permiten-, en la que ninguno de los protagonistas ha acertado, unos por la indignación impostada y estratégica, otros por erigirse en adalides- sin demasiado convencimiento-, de que son los únicos defensores de la vida.

La terrible realidad es la generalizada aceptación social del aborto configurado como un derecho personalísimo y exclusivo de la mujer. Sorprende ya a pocos el incontestable argumento de que dicho "derecho" es inatacable, que cuestionarlo te pone casi al borde del delito y que si no quieres la muerte civil, no debes remar en contra de la tribu. Una triste realidad. De los derechos de la mujer- que son todos necesarios y por los que hay que seguir peleando-, se ha sacado de la ecuación al no nacido, vulnerando un derecho que merece la mayor protección imaginable: la Vida. La cuestión central no está en la represión, nunca fiable en estos asuntos, ni en la excepción de casos trágicos y comprensibles, sino en la constatación de que el nasciturus, el más indefenso de todos, ha desaparecido del escenario, ignorado y eliminado sin piedad. Ningún político del arco parlamentario defiende sin ambages la vida, muy al contrario, terminará su carrera como no se muestre comprensivo con esta realidad aceptada por todo Occidente de manera transversal al margen de posición social o política.

El Gobierno, gallito con los más débiles, amenazó a Castilla y León con un 155, que ya me dirán si no es absurda la chulería. A otros los mima e indulta. Al fin y al cabo, es lo de menos. Lo trágico es que la sociedad española en su conjunto le tiene puesto al no nacido un 155, irreversible y terrible.

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