Análisis

rogelio rodríguez

Desgarro institucional

Los políticos mienten y desprecian la ley pero la condescendencia por el desencanto los ampara

En tiempos de decadencia, la política es terreno fértil para la psicopatía. Mucho más de lo habitual. Por eso, aquí y allá, abundan los trastornados, los demagogos, los narcisistas, los tramposos, los comediantes. Mienten y suelen despreciar la ley, pero hallan amparo en esa condescendencia social que proviene del desencanto. Incentivan la discordia cebando extremismos y adhesiones viscerales. Su permanencia en el poder radica en la debilidad del sistema, razón de más para dañarlo. ¿Con qué proyecto político ganó el PSOE las últimas elecciones generales, y las otras, y las de más allá? ¿Qué parecido guarda con la gestión que desarrolla a matacaballo el actual Gobierno? ¿Cuántos votantes socialistas habrían aprobado la mañana del 10-N coaligarse con una formación de izquierda radical que prefiere a los golpistas negociando en las instituciones que recluidos en la cárcel por sentencia de Supremo? ¿Cuántos habrían aceptado gobernar bajo el yugo independentista? Es muy probable que, de haberlo sabido, el resultado del 10-N habría sido distinto, al menos en el porcentaje de abstención. Si impera aún la lógica, esa misteriosa ecuación sobrevalorada, los datos que acaba de emitir el CIS sobre intención de voto sólo cabe atribuirlos a un prestidigitador a las órdenes del superministro de cámara y sin cartera, Iván Redondo.

Casi todo cuanto sucede es espectral, fantasmagórico, circunscrito en su mayor parte al conflicto catalán, con algún que otro pespunte no menos deplorable, como la desvergonzada versión del ministro de Transportes, José Luis Ábalos, sobre su encuentro en suelo español con Delcy Rodríguez, vicepresidenta venezolana, que tiene prohibida la entrada en la UE. Un asunto cuya mayor gravedad no reside en el grotesco hecho ocurrido en Barajas, sino en la actitud irresponsable de Pedro Sánchez, ofensiva con la Europa comunitaria, al negarse a recibir a Juan Guaidó, único representante legitimado democráticamente en Venezuela. A Guaidó sí lo recibió el presidente de Francia, Enmanuel Macron, y en Davos se reunió con la canciller alemana, Ángela Merkel, pero el jefe del Gobierno español, que hace sólo un año lo había reconocido como presidente interino de Venezuela, depende ahora de los espurios intereses de su vicepresidente Pablo Iglesias, quien nunca negó su rentable amistad con el régimen tirano de Nicolás Maduro. Y, para que no haya dudas, Sánchez tiene de consejero mediador para asuntos de Latinoamérica a José Luis Rodríguez Zapatero, un ex líder noqueado que, sin causa aparente, se empecina en ahondar el descrédito obtenido en su última etapa de Gobierno.

Ni con Guaidó, ni con ningún otro dirigente, exterior o de casa, que pueda mostrarle sus discrepancias. Pero sí con Quim Torra. A Pedro Sánchez le ocupa la reunión que mantendrá el próximo jueves, en Barcelona, con el usurpador consentido de la Generalitat, un cadáver político, inhabilitado por el Supremo y convertido ya en un histriónico estorbo para los suyos. Un encuentro lleno de patetismo que engendra un nuevo desafío, en primer lugar, a los órganos judiciales. Otro desgarro institucional. Elocuente imagen de quien gobierna este impertérrito país.

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