La calidad de nuestra democracia puede medirse por la distancia que existe entre el escaño vacío de Rajoy en la moción de censura y el escaño ausente y silente de Sánchez en la aprobación de un Estado de Alarma, cuya duración contraviene toda lógica constitucional. Estas dos imágenes constituyen el ejemplo más palmario de como la metástasis partitocrática ha invadido al cuerpo de la nación, que trata de sobrevivir a las puertas de un confinamiento, no sólo a la debacle sanitaria y económica, sino a una crisis de sistema. Los próximos seis meses, el Gobierno podrá dirigirnos a golpe de Real Decreto, sin control parlamentario ni judicial, en cuestiones que van a ser determinantes no sólo para el presente de la ciudadanía, sino para su futuro más inmediato e incierto. Aun suponiendo que acertaran en todo y que no erraran en ninguna de sus decisiones clave, no hay motivo justificado para no someterse al control de las cámaras. Los sistemas representativos de las democracias liberales se basan en la existencia de contrapesos entre los distintos poderes del Estado. Limitar la movilidad, restringir derechos, confinar total o parcialmente a toda o parte de la población, son medidas más que necesarias para preservar la salud colectiva. Precisamente porque son extraordinarias, requieren del control parlamentario.

Suspender su actividad tan largo tiempo es tomarnos a todos los ciudadanos por menores de edad, despreciar el concepto de que quien está sentado en los escaños de los señores diputados es el mismo pueblo español. La arrogancia de quien deja el escaño vacío es el mejor ejemplo de lo que nos pasa ahora, que primero va el partido- la tribu que me cobija-, y si acaso después, el pueblo, ese que cada 4 años, les prorroga el contrato. Más nos vale estar atentos estos meses y preocuparnos no solo de lo evidente.

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